La inminente celebración de la Jornada Mundial de la Juventud está provocando muestras de rechazo que —a nadie se le escapa— son más articuladas que en anteriores visitas papales. Aunque organizadas en torno al movimiento de los «indignados» (cuyo carácter aparentemente marginal no debe confundirnos sobre su alcance, pues los «indignados» no son sino la avanzadilla o punta de lanza de una izquierda en proceso de «reinvención»), tales muestras de rechazo hallan expresión desinhibida en los medios de adoctrinamiento de masas, que hace apenas unos años se habrían conformado con deslizar insidias o tibios desdenes contra el Papa y hoy acogen en sus tribunas artículos y comentarios decididamente furibundos o desgañitados, regados de improperios y espumarajos.
Tales expresiones de rechazo suelen invocar el pretexto económico; pero salta a la vista que se trata, en efecto, de un mero pretexto, formulado además con desgana sumaria, más bien dirigido a despistados que a su propia parroquia. Los organizadores de la Jornada Mundial de la Juventud se han encargado de explicar reiteradamente que tal pretexto económico se funda en la mentira y en la manipulación; pero los furiosos saben que una mentira repetida mil veces puede convertirse en verdad, sobre todo entre gentes fácilmente sugestionables. Gentes a las que, desde luego, los furiosos no enviscan cuando el gasto —este sí, real— se destina a financiar desfiles orgullosos o candidaturas olímpicas o demás festivales del Régimen.
Pero el pretexto económico no tiene otro propósito sino maquillar con una coartada decente el odio a la Iglesia, tan antiguo e indestructible como la Iglesia misma, ese odio que tuvo su primera manifestación en el palacio de Herodes, la noche de Navidad, y cuya fosforescencia extraterrenal la perseguirá por los diversos crepúsculos de la Historia hasta la Parusía, cuando será derrotado definitivamente.
El odio a la Iglesia a veces se reviste con los tintes trágicos del martirio; y a veces con los chafarrinones grotescos de la chabacanería y la burricie. En este crepúsculo de la Historia vivimos uno de esos goznes o zonas de tránsito en que el odio a la Iglesia, que en las últimas décadas se había disfrazado con los ropajes del laicismo más o menos circunspecto o taimado, permitiendo de vez en cuando expresiones de chabacanería o burricie, empieza a olfatear la sazón de una persecución martirial, declarada y sin antifaces.
Y es el cercano advenimiento de una nueva era (que los signos de descomposición política e institucional y la quiebra económica pregonan) lo que explica que el rechazo a la visita papal sea más furibundo y desgañitado, utilizando todavía como avanzadilla o punta de lanza al movimiento de los indignados. Llegará el día en que el odio a la Iglesia ni siquiera precisará el empleo de avanzadillas; será un odio desatado y rampante que expedirá órdenes de búsqueda y captura contra el Papa, que prohibirá el culto y perseguirá tenazmente a los fieles.
Todo esto está escrito, y los católicos conscientes lo saben: saben que llegará el día en que el Papa no podrá salir del Vaticano; y también el día en que ni siquiera el Vaticano le servirá como refugio. Pero, entonces como ahora, nuestra misión será la misma: estar a su lado hasta el martirio, celebrando con alegría la gracia de su presencia entre los fieles, que es presencia de Cristo en un mundo que le ha vuelto la espalda; y al que le bastaría acogerlo para salvarse. Seamos punta de lanza de ese mundo que no quiere salvarse; porque, allá donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
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