El pasado miércoles, 10 de octubre, en la Audiencia General, el Papa llamaba sicarios (asesinos asalariados, según el Diccionario de la Real Academia) a las personas que realizan abortos, porque no es justo matar a seres humanos, como lo son los bebés antes de nacer, y mucho menos cobrando por ello. Son palabras y expresiones duras y fuertes, pero creo que a estas alturas no puede negarse que abortar es matar a seres humanos, a menos que defendamos un relativismo extremo que me permite inventarme un mundo en el que cualquier parecido con la realidad sea mera coincidencia. Pero las preguntas que me preocupan son éstas: ¿nos creemos los católicos, y muy especialmente los sacerdotes, la doctrina y enseñanzas de Jesús? Pero, sobre todo, ¿somos capaces de predicarla?
Aunque indudablemente hay puntos en los que algunos sacerdotes, no sé si muchos o pocos, no hacen caso del Magisterio, como pueden ser esas absoluciones generales en las que se absuelve a todo hijo de vecino sin dar ni la oportunidad de confesar los pecados mortales, hoy voy a centrarme en la segunda pregunta: ¿somos capaces de predicar la enseñanza de Jesús sin descafeinarla?
Por supuesto lo primero que hay que hacer es prepararnos para nuestras actividades pastorales por medio de la oración, la reflexión y el estudio, lo que es especialmente válido si se trata de la homilía. Lo segundo es recordar que estamos al servicio de Jesucristo, es decir, de la Verdad y que ésta nos hace libres (cf. Jn 8,32). Tenemos el peligro del buenismo, de intentar no ofender, no molestar, y esto nos lleva a tratar de descafeinar nuestras afirmaciones. A veces nos vienen feligreses, incluso muy conspicuos, a protestar de nuestras homilías. La pregunta que tengo que hacerme en estos casos es: ¿me he mantenido fiel a la enseñanza de la Iglesia? Si es así, adelante, porque estoy sirviendo a Cristo. San Juan Pablo II inauguró su pontificado con estas palabras, que repitió muchas veces: “No tengáis miedo”.
Hay temas que en nuestra predicación tocamos muy pocas veces, como pueden ser los demonios, el infierno y su eternidad y los de moral sexual. De acuerdo que no son fáciles, que muchos tienen miedo a meter la pata y no se atreven con ellos, pero la parábola de los talentos nos enseña que Jesús al siervo que condena es al que guarda su talento para no equivocarse. Ése ya está equivocado.
Cuando salió en España la ley del aborto, en la que de paso se daba luz verde a la ideología de género, recuerdo que pensé al cabo de un tiempo que era una ley literalmente diabólica. Pero ¿quién era yo para decirlo? Hasta que un cardenal dijo que la ley que en su país se iba a aprobar sobre el matrimonio homosexual era una ley detrás de la cual estaba el demonio. ¿Quién era ese cardenal? Jorge Mario Bergoglio, a quien agradezco también su claridad al llamar sicarios a los que realizan abortos. Tengamos el valor de llamar a las cosas por su nombre y no nos andemos con tapujos, que lo único que sirven es para falsificar la doctrina de Jesús.
En la contraportada de mi libro Relativismo e ideología de género escribí que la ideología de género era la moral del diablo, porque es la moral católica, pero al revés, así que otro sacerdote me preguntó que quién pensaba lo mismo que yo. Pude decirle que los tres últimos Papas, aunque lo lógico hubiese sido que primero lo denunciásemos los sacerdotes de a pie, luego los obispos y finalmente los Papas, aunque aquí ha sucedido que casi los primeros en dar la voz de alarma hayan sido los Papas. El cardenal Ratzinger escribió: “La ideología de género es la última rebelión de la criatura contra su condición de criatura”. Esa misma rebelión la hicieron los demonios y así les ha ido. ¡Ojalá que quienes creen en la serie de maldades y majaderías de la ideología de género sepan reaccionar a tiempo! Por su parte, Dios nos quiere como seres libres y creativos que le dejamos penetrar en nosotros para que Él pueda actuar en el mundo a través nuestro.
En pocas palabras, creo que los sacerdotes hemos de pedirle a Dios que nos conceda la suficiente preparación para que prediquemos la recta doctrina y el suficiente valor para no dejarnos achantar por el miedo. Como dice el Apóstol Santiago: “Resistid al diablo y huirá de vosotros” (4,7).