En estos momentos en que tantos, en nombre de un falso progresismo, tratan de destruir la institución más conveniente y necesaria, que es el matrimonio y la familia normal, recordemos que cuando varón y mujer contraen matrimonio y fundan una familia, establecen entre sí un vínculo objetivo de carácter permanente, cuyos requisitos esenciales son la mutua entrega y la natural orientación de esa entrega a la procreación. El matrimonio ofrece a sus integrantes el calor afectivo, la satisfacción sexual, la sensación de seguridad y de compañía que son necesarias para el desarrollo normal de la persona. La causa radical de la unidad y de la indisolubilidad intrínseca del matrimonio deriva de la donación misma de la persona en su totalidad, por lo que el auténtico amor conyugal exige desde su momento inicial y constitutivo el ser para siempre, aunque esta entrega inicial incondicional luego hay que confirmarla en el día a día.
El matrimonio se realiza ante la sociedad, y ésta se compromete a velar por los derechos y deberes de las partes pactantes. Hasta ahora el Derecho Canónico presumía que alguien que contrae matrimonio sabe lo que éste es. Presupuesto este saber, el matrimonio es válido e indisoluble. Pero en la actual maraña de opiniones, lo que se “sabe” es más bien que es normal romper el matrimonio. Hay que preguntarse, por eso, como se reconoce la validez. Para hacerlo, la sociedad y su legítima autoridad requieren ciertas condiciones que afectan a la validez de esa manifestación. Entre estos requisitos están para la Iglesia los referentes a la forma canónica de la celebración y los que afectan directamente a la exteriorización del consentimiento que emiten las partes.
El matrimonio así instaurado rebasa los intereses privados de los cónyuges y, aunque ellos fueron libres para contraerlo, no lo son para romper el vínculo que nació del mutuo consentimiento. Nadie está obligado a contraer matrimonio, pero si lo contrae, está obligado a cumplir sus leyes. De este modo, el matrimonio queda sustraído a la voluntad privada de los cónyuges.
Prueba clara de la importancia que tiene para la sociedad el vínculo matrimonial es que no existe ninguna sociedad humana sin una cierta institucionalización del sexo, del matrimonio y de la familia, y aún en los países donde está permitido el divorcio vincular, no es posible efectuarlo por la simple voluntad de las partes, sino que se hace necesaria la intervención de la autoridad competente. Es más que una institución privada, es una institución pública. En efecto, parece absurdo que dos individuos privados tengan capacidad de romper un vínculo que encierra un interés público, y que, en consecuencia, la sociedad debe proteger contra cualquier arbitrariedad.
Dada la importancia de este vínculo, sería extraño que no existiera la familia, pues, en su mínima expresión, la familia es esa unidad social integrada por los padres y su prole, mientras que, en su versión más amplia, abarca a todos los que están relacionados entre sí por lazos de sangre, como pueden ser abuelos, tíos, primos etc., vínculos cuya naturaleza hace que de ellos fluya el amor, pues en cierto modo son parte de mí mismo al ser “carne de mi carne y sangre de mi sangre”, y el mismo Jesús reconoció la importancia del amor a mí mismo al mandarnos que amáramos a los demás como nos amamos a nosotros mismos (Mt 22,39; Mc 12, 31; Lc 10,27).
El bien común se apoya en gran parte sobre la estructura familiar, y esta comunidad primera no puede desvincularse de su tarea social, pues no es una realidad solitaria e individualista. Además, está claro que toda obra que pretenda una cierta permanencia, aunque esté sujeta a procesos de cambio como los de la familia actual, requiere un mínimo de institucionalización, por lo que es lamentable la actitud de nuestro actual Gobierno que ha dirigido buena parte de su legislación a tratar de destruir la familia.
Uno no puede por menos de preguntarse qué es lo que se pretende cuando se quiere destruir la institución que es la base de la sociedad y que tanto aporta a los individuos que tienen la fortuna de vivir en una familia normal, y dogo normal con toda intención porque una de las cosas que no hemos de ceder es en la batalla del lenguaje, porque ya los romanos sabía que “questio de nomine, questio de re”, es decir la cuestión sobre el nombre, ya es discusión sobre el fondo del asunto.