Hace pocos días celebramos la fiesta de Santiago, nuestro apóstol Santiago, evangelizador ardiente, patrono de España. Y la verdad es que desde Perú, donde me encontraba, he sentido una alegría profunda por el don de la fe, gracias a la predicación, trabajos apostólicos, esfuerzos, sacrificios y martirio del apóstol Santiago. No sabemos lo que tenemos con la fe; no hay nada mejor que pueda ocurrirnos en nuestra vida, no hay mejor ni mayor tesoro. Por eso también, una vez más lo confieso, me siento incómodo ante el hecho de que en la totalidad de las comunidades autónomas de nuestra España no sea día festivo a efectos laborales.
Prácticamente la Iglesia se queda casi sola en esta celebración: ella sigue y seguirá manteniendo este día con su máximo rango litúrgico como solemnidad y como día precepto para todos los fieles. La verdad es que no acabo de entender cómo el patrón de nuestra nación española, de la patria de todos cuantos vivimos en las distintas comunidades, no nos une en una fiesta común. Y más aún en unos momentos como los que estamos viviendo en que se necesitan gestos que fortalezcan la unidad en la diversidad de las gentes, pueblos y regiones de España. La historia de nuestra patria española está amasada, en efecto, con la figura del Apóstol. Lo queramos o no, los hechos son los hechos, y sin la fe transmitida por los apóstoles ni hay España, ni sin Santiago, o sin la Compostela se puede entender la España que hay.
Además, después de san Benito, es en los caminos de Santiago donde surge la conciencia de Europa; ella se ha encontrado a sí misma alrededor de la memoria de Santiago; ella ha nacido peregrinando hacia la tumba del Apóstol. Y es en nombre de Santiago como se evangeliza gran parte de la América descubierta. Su sepulcro, en Compostela, y su memoria son punto de convergencia para Europa y para toda la cristiandad. Es mucho, en efecto, lo que España, Europa y América deben a Santiago. Su legado, que es el testimonio y la fe de Jesucristo, están en nuestras raíces. Nuestra identidad, la identidad de nuestros pueblos, de los pueblos de Europa y de los pueblos de América es, en efecto, incomprensible sin el cristianismo. Todo lo que constituye nuestra gloria más propia tiene su origen y consistencia en la fe cristiana que ha configurado el alma de nuestros pueblos. Nuestra cultura y nuestro dinamismo constructivo de humanidad, el reconocimiento y la defensa de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables, el profundo sentimiento de justicia y libertad, el amor a la familia y el respeto a la vida, el sentido de tolerancia y de solidaridad, patrimonio todo él del que nos sentimos legítimamente orgullosos, tienen un origen común: la fe cristiana, en cuya base se encuentra el reconocimiento de la verdad del hombre y su pasión por el hombre y su defensa.
Esta verdad y defensa del hombre, de la persona humana y de su libertad, bases de una sociedad democrática y de una convivencia en paz, son inseparables de la fe en el Dios y Padre de Jesucristo, Creador de todo, que ama a cada ser humano por sí mismo, y que, en un supremo gesto de amor, ha enviado su Hijo Unico al mundo para que se hiciese hombre y compartiese en todo nuestra condición humana menos en el pecado, entregase su vida por nosotros y resucitase vencedor de la muerte para la salvación de todos. Ningún continente ha contribuido más al desarrollo del mundo, tanto en el terreno de las ideas como en el del trabajo, en el de las ciencias y las artes, como el nuestro. Precisamente porque no hay desarrollo ni progreso humano al margen de la verdad del hombre y menos aún en contra de ella. Esta verdad del hombre la encontramos en Jesucristo, visto y oído, experimentado y palpado en la historia, anunciado y testificado por los Apóstoles, entre los que se encuentra nuestro Santiago. Y la verdad nos hace libres. La verdad del hombre en toda su profundidad y extensión es fuente de libertad auténtica. La fe permite al hombre conocerse a fondo, descifrar el enigma de su existencia, situarse justamente en su libertad. Esto, los españoles se lo debemos a Santiago. A él somos deudores de la visión y aprecio de la libertad que, lo queramos o no, en el mundo ha venido de la fe.
No pretendo volver a una vieja cristiandad, ni revivir ningún «sueño de Compostela». Lo que me importa realmente es que España se vuelva a encontrar a sí misma, que sea ella misma, que descubra sus orígenes y avive sus raíces; que reviva aquellos valores que hicieron gloriosa su historia y benéfica su presencia en otros continentes. Nos lo recordó el Papa Benedicto XVI, precisamente en su viaje a Santiago de Compostela. Nuestra sociedad necesita una reconstrucción que exige sabiduría y hondura espiritual. La recuperación de la fiesta de Santiago y avivar la raíces que él nos evoca podrían contribuir en alguna medida a esa reconstrucción, tan necesaria como urgente.
Pido a Dios, por intercesión del Apóstol Santiago, con cuya sangre consagró los primeros trabajos de los apóstoles, que fortalezca a la Iglesia con su patrocinio y que mantenga a España en la fidelidad a Jesucristo: ésta es su mayor grandeza y su mejor herencia. Vivimos tiempos difíciles para la fe: nos acosan, pero no nos derriban. Serviremos y obedeceremos a Dios antes que a los hombres. Daremos testimonio valiente de Jesucristo. Que Dios nos conceda ser fieles al mensaje evangélico; que dé fortaleza y valentía a los pastores para que no se arredren ni se echen atrás en el anuncio del Evangelio, en la defensa de la fe y en la defensa del hombre y de sus derechos fundamentales. Que nuestros gobernantes y cuantos las asisten gobiernen con rectitud y trabajen en el bien común, por el bien de todos, que sean capaces de rectificar en lo que deben rectificar; que nuestro pueblo español viva en mutua comprensión y reine en él la paz y la justicia. Que seamos dóciles siempre al Evangelio de Jesucristo y no nos dejemos llevar al retortero por falsas doctrinas, o sucumbir al relativismo imperante, cáncer que nos corroe y destruye. Que defendamos y mantengamos viva y llena de vitalidad la verdad del matrimonio y de la familia, que trabajemos por el respeto de la vida y de la dignidad de la persona humana; que pongamos el máximo empeño en la defensa y promoción de un marco legal que permita la educación integral de niños y jóvenes en un contexto de justicia y libertad. Que España se mantenga unida y no se disuelva ni se desintegre en su realidad más propia. Que Dios, que nos ha concedido el que la predicación apostólica arraigara en nuestro suelo patrio, nos conceda también que esta fe se dilate y se purifique sin cesar.