En un congreso sobre pensamiento cristiano, al que asistí, se debatieron los retos que el cristianismo debe de afrontar actualmente. Todos ellos llegaban a la misma conclusión: la pérdida de fe.
Un amigo y admirado teólogo argumentaba que en España, desde que el CIS empezó a recabar datos, en 1979 había más de un 90% de católicos, mientras que los últimos datos que se conocen, los de 2023, indican que el porcentaje había disminuido hasta el 47%. Esta última cifra es demoledora, teniendo en cuenta que más de la mitad de los católicos no son practicantes. Es decir, estamos hablando concretamente de que solamente el 17% de la población española es católica practicante.
El problema no está en que se deje de creer en Dios. La consecuencia es otra más amarga, aterradora y oscura. Émile Cammaerts, en un estudio sobre G. K. Chesterton, explicaba cuál es esta causa: "Cuando los hombres deciden no creer en Dios, no es que empiezan a no creer en nada, sino que se vuelven capaces de creer en cualquier cosa".
Creo que uno de los problemas que nos ha llevado a este punto es significar que desde nuestro nacimiento tenemos que encontrar la fe. Como si la fe fuera un problema de matemáticas. Pretender que nazcamos con fe es ser, idealmente, un iluso. Y obligar a encontrarla, nuestra perdición.
El hombre no nace con esa liberación última. Se hace en nosotros. Se revela. Ese es el mensaje de los primeros cristianos, que ahora se ha perdido y que debemos de volver a abrazar. En Las confesiones, San Agustín de Hipona decía que "la fe es una constante conversión, es una liberación, que llega después de fases previas, de depresión y desorden, y de un periodo intermedio de crisis".
Y, sí, la sociedad está en crisis. Por eso la tarea que tenemos los cristianos no es reconstruir la Iglesia cuando el mal haya destruido todo, sino construir en el ahora, continuamente. Tenemos que hacer Iglesia en la vida diaria y no estar encerrados, como si fuéramos un gueto, mientras esperamos a que las turbas del odio y las directrices de aquellos que atentan contra los principios fundamentales como la vida o la familia desaparezcan. Debemos de hacer fecundo el mundo en los actos pequeños.
Los dones que se nos da en el bautismo son vitales y nos hace entendernos como iguales: la filiación divina adoptiva, la posesión de un intermediario entre Dios y los hombres y la herencia futura, así como el anticipo de ésta en la vida presente. "Hemos venido a decir que la santidad no es cosa de privilegiados", decía San Josemaría Escrivá de Balaguer, y proseguía: "Todos estamos llamados a ser santos".
Y eso pasa, inevitablemente, por hacer partícipe al mundo de nuestra propia experiencia. Luigi Giussani incidía en esto último: "El camino a la verdad se da en la experiencia, que hace que el hombre no tenga que renunciar al cumplimiento de sus esperanzas y al uso sin reducción del don de la razón".
Por tanto, querido lector, sea directivo de una empresa, cajero, filósofo, electricista, escritor, médico o granjero, la experiencia es la mayor herramienta de verdad que poseemos los que seguimos a Cristo, y que debemos utilizar como herramienta de evangelización.
Reflejado queda en las vidas de Pablo de Tarso, en el siglo I; Francisco de Asís, en el siglo XIII; un tocayo mío, San Ignacio de Loyola, en el siglo XVI; Carlos Foucauld o el cardenal John Henry Newman, en el siglo XIX; Thomas Merton, Roy Campbell, Takashi Nagai, G.K. Chesterton, en el siglo XX; o Scott Hahn, en el siglo XXI, entre otros. Algunos fueron más crueles en su negación a Cristo y, otros, más leves en sus postulados y creencias primarias. Pero, todas, personas de carne y hueso que han dado testimonio de esa liberación en un momento concreto de sus vidas.
La fe católica no se trata de moralidad o de obligación, ni tampoco es una invención, sino una obra que vive perpetuamente. Más allá de los datos que el CIS arroje en los próximos años, debemos de tener claro que, aunque parezca que la fe sea menor, o que olvidadas hayan quedado las vidas de personas que testimonian un encuentro con lo absoluto, son sus profusas obras las que esconden las verdaderas muestras de fe.
Quizá la respuesta esté ahí, oculta entre el polvo de las estanterías de las casas, o de las bibliotecas, o, incluso, aguardando en eminentes museos encerrada en cajas de cristal como si fuera solamente una reliquia intocable. No lo creo, todo es nuestro. Está ahí. Siempre ha estado. La fe siempre se revela, se destapa. El verdadero cristiano se convierte todos los días.