El pasado mes de enero una noticia de sucesos conmocionó Panamá, causando gran shock en la opinión pública del pequeño país centroamericano que organizó la última Jornada Mundial de la Juventud en enero de 2019 y, pocas semanas antes, el primer Encuentro Mundial de la Juventud Indígena.
En un pequeño pueblo llamado El Terrón, ubicado en la Comarca Ngäbe Buglé, al noroeste del país, fueron encontrados los cadáveres de siete personas en una fosa común. Un habitante del lugar dio la alarma y, de la mañana a la noche, se encontró sin esposa e hijos. La policía en el lugar identificó los cuerpos de seis menores y de una mujer embarazada, madre de cinco de los menores. Los cuerpos mostraban claros signos de violencia.
Las fuerzas del orden arrestaron a diez personas (entre ellas, un menor). Todos indígenas que pertenecían a una presunta secta. Uno de los hombres arrestados era un pariente de la mujer embarazada. El líder de la secta habría actuado “en nombre de Dios” y estaba listo para ofrecer otros “sacrificios” humanos; pues en los locales ocupados por la secta, la policía encontró a otros indígenas en condiciones de cautiverio, muchos de ellos con signos de violencia física. “El demonio vive en El Terrón”, tituló el periódico nacional La Prensa.
Un escenario sacado de una película de terror que desconcertó al país, centrando la atención durante varias semanas en la zona más pobre y adolorida de Panamá.
El condado de Ngäbe Buglé, ubicado en la provincia de Bocas del Toro, de hecho está en los primeros lugares de la lista de los pueblos más pobres del país, con un índice de pobreza del 93,4% (datos del Ministerio de Economía y Finanzas 2017); mientras que en el área de El Terrón el índice de habitantes en pobreza absoluta es del 74,1%.
El territorio, habitado por las comunidades indígenas ngäbe y buglé, recibió agua potable solo a principios de los años 2000. El nivel de educación es muy bajo, una escuela primaria es el único centro educativo fundado en 1994 para evitar que los niños enfrenten diariamente las tres horas y media de camino que separan a El Terrón de los centros habitados más cercanos. El pueblo no está vigilado por policías o guardias médicos, no tienen automóviles ni conexión a Internet, pero en caso de emergencia llegan a la ciudad más cercana en barco. Las condiciones higiénicas y sanitarias son alarmantes. Escasea el trabajo y las principales actividades son la agricultura de subsistencia y las artesanías. Estas comunidades indígenas se han enfrentado varias veces a los gobiernos de turno al ver amenazado su territorio (por proyecto redes de agua y autopistas) por proyectos de explotación del territorio sin recibir en cambio ninguna atención a sus necesidades.
La religión oficial de los indios ngäbe y buglé es el culto a Mama Tatda (“madre padre” en el idioma local) que tiene alrededor de 200 mil seguidores y fue fundada en 1962 por una indígena del lugar que asegura que tuvo visiones de la Virgen María y de su hijo Jesucristo (que descendían del cielo en “una especie de motocicleta...”). Para ella, la misión es invitar a los nativos al arrepentimiento para evitar la destrucción del mundo por Jesucristo, sumamente indignado por los pecados de los hombres. Un sincretismo religioso que combina elementos de la tradición cristiana con el animismo y el culto a las fuerzas de la naturaleza y a la “madre tierra”. Con el pasar de los años, el culto se ha extendido exponencialmente hasta convertirse en la religión oficial de los nativos locales.
Lejos de cualquier descripción romántica de los pueblos indígenas, está claro que no estamos hablando de ningún “paraíso perdido”, de ningún “Edén” incontaminado y puro amenazado por la civilización, sino de una vida de extrema pobreza, de hambre, de sacrificios, de enfermedades en emboscada, de analfabetismo, de injusticia social, de degradación y explotación...
Los crímenes horribles que ocurrieron en esta localidad indígena han evidenciado la responsabilidad del Gobierno de Panamá (uno de los países más ricos del Centroamérica y el Caribe), de su presencia y de su interés en los habitantes de las zonas más pobres y abandonadas del país.
Sin duda, el hecho también interpela a la Iglesia católica, que ha centrado su atención en la región amazónica y en sus habitantes indígenas, invirtiendo con fuerza en el Sínodo de los Obispos dedicado a la Amazonia que terminó hace unos meses y que condujo a la publicación de la exhortación apostólica Querida Amazonia firmada por el Papa Francisco el 2 de febrero.
Desde un punto de vista puramente geográfico, Panamá no es parte de la región amazónica, pero algunas áreas rurales del país centroamericano pueden considerarse amazónicas si tenemos en cuenta el clima, la vegetación, la biodiversidad, pero sobre todo los problemas y las condiciones de vida de las poblaciones indígenas que lo habitan.
Por eso es urgente que el Estado y la Iglesia sean conscientes de la gravedad de la situación a la que se enfrentan estas poblaciones, cada una en su propia esfera de competencia. El Estado proporcionando condiciones de vida dignas para los nativos, invirtiendo fuerza y dinero para garantizar educación, salud, vías de comunicación y seguridad a estos pueblos abandonados a sí mismos.
La Iglesia, proporcionando de todas las maneras posibles el cuidado espiritual de los nativos, a través de la catequesis y los sacramentos, pero sobre todo anunciando el Evangelio de Jesucristo sin temor a “interferir” en la cultura y las tradiciones locales y, como dice el Papa Francisco, sin avergonzarse de Cristo (Querida Amazonia, 62). El mensaje de la Iglesia, por lo tanto, no es un mensaje de justicia social (de otra forma la Iglesia se convertiría en una ONG) sino que es el kerygma, el anuncio del amor de Dios manifestado en Cristo que murió y resucitó para nuestra justificación. Un anuncio que “debe resonar constantemente en la Amazonia” (Querida Amazonia, 64).
No solo el animismo y los cultos tribales, sino también las sectas protestantes, que pululan en el país haciendo seguidores fáciles a los más pobres, alejan a los nativos de la verdad sobre Dios y el hombre. Es en este contexto, de pobreza material y espiritual, que la Iglesia está llamada a anunciar a Cristo, la única verdad en la que reside la verdadera felicidad y la salvación del hombre y del mundo. Solo así, dedicándose a la salvación de las almas de estos pueblos indígenas, la Iglesia cumplirá su misión de ser la luz del mundo y la sal de la tierra. Solo así podrá proclamar una Palabra que brinde salvación a los hombres y mujeres indígenas, incluso antes de tomar las armas de la batalla ecológica para defender su hábitat natural, porque “no necesitamos un conservacionismo que se preocupa del bioma pero ignora a los pueblos amazónicos” (Querida Amazonia 8).
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Marinellys Tremamunno.