El mayor don que Dios nos ha dado es el de la inteligencia, y nos lo ha dado para que lo utilicemos, es decir que usemos la cabeza para pensar. Pero también dentro de la Iglesia debemos pensar y poner nuestra inteligencia, como hicieron tantos grandes santos, al servicio de la Iglesia. Esto nos lleva a presentarnos el problema, ciertamente candente, de la legitimidad y modo de llevar a cabo la crítica dentro de la Iglesia.
Pío XII, en su discurso del 18-II1950, dijo que la opinión pública es "el patrimonio de toda sociedad normal compuesta de hombres que conscientes de su conducta personal y social, están íntimamente ligados con la comunidad de la que forman parte". La opinión pública puede y debe ser un auténtico contrapoder, que vigila e impide graves abusos por parte del poder. Aunque esto lo dice de la sociedad civil, con mayor motivo es válido para la sociedad eclesiástica, puesto que en ella no debe darse una masa amorfa, sino personas "conscientes de su conducta personal y social".
Ahora bien, nuestra concien¬cia, que tiene la obligación de ser recta, encuentra en el magisterio las mejores luces e indicaciones para abrirse a las llamadas de Dios y encontrar así "La luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre"(Jn 1,9). El respeto a las enseñanzas de la autoridad eclesiástica, que tiene que ser total con respecto a las verdades de fe, y a la competencia de la propia conciencia son absolutamente complementarios. Además si, como nos enseñó Jesucristo, la autoridad es servicio, ello le exige estar abierta no sólo al diálogo amoroso y sincero con Dios, sino también con los otros y en concreto con los fieles cristianos, tanto más cuanto que también a través de ellos se manifiesta el Espíritu.
Desde luego las relaciones de jerarquía deben seguir existiendo, pero no hay que olvidar que las relaciones entre superior y fiel deben inscribirse en la solidaridad de la común responsabilidad, estima y colaboración. Más que de poder o dependencia, se trata de intercomunión. El cristiano ha de ser una persona madura, libre y responsable, incapaz de manipular y de dejarse manipular y eso no sólo en el campo de la sociedad civil, sino también dentro de la Iglesia. El respeto más elemental a los derechos de la persona humana exige al superior que antes de tomar una decisión, dialogue en la medida de lo posible con la persona o personas a quienes va dirigida. Por su parte el fiel debe recordar que su obediencia no es puramente mecánica, sino que arranca de motivos de fe y se dirige a la edificación del Cuerpo de Cristo.
Por todo ello es necesario para la autoridad tener en cuenta los juicios de los otros, aunque sean críticos, sin ver en la crítica sistemáticamente maniobras torcidas o intenciones ajenas al bien común de la Iglesia. Por otra parte hay que evitar los ruidos parásitos de las camarillas o aduladores.
La opinión pública espera y exige que la Iglesia se defina ante determinados problemas humanos. Incluso nos encontramos con el fenómeno de la crítica y el reproche cuando la Iglesia ha callado ante determinadas situaciones o en relación con determinados problemas. Baste recordar cómo muchas veces se le ha recriminado sus faltas de definición clara en cuestiones como la esclavitud, la guerra, la pena de muerte, las libertades políticas etc. Si se quiere testimoniar la dignidad de la persona humana, razón última de sus derechos, y si se quiere dar este testimonio de modo coherente y universal, será necesario estar dispuesto a denunciar toda decisión que dañe directa o indirecta¬mente la dignidad personal.
El problema está en cómo compaginar opinión pública y obediencia. La crítica es un aspecto importante de la opinión pública en la Iglesia y su legitimidad es en principio indiscutible, especialmente si tenemos en cuenta que en este mundo la Iglesia sólo puede ser imperfectamente santa y que está siempre necesitada de reforma (cf. Concilio Vaticano II, Decreto sobre el Ecumenismo nº 6).
En la Iglesia no sólo hay lo humano, sino que se da desgraciadamente también "lo demasiado humano", por lo que la necesidad de conversión y reforma no es sólo de las personas individuales, sino también de las estructuras e instituciones humanas dentro de las cuales se mueve el pueblo de Dios. La crítica por tanto dentro de la Iglesia no es sólo un hecho, sino un hecho legítimo y necesario.