«Cristianismo y secularización». Es, sin duda, una de las cuestiones mas claves para el presente y futuro de la sociedad de hoy. Todos respiramos en una sociedad envuelta por la secularización. El proceso secularizante constituye el latido del corazón de la modernidad. El fenómeno de la secularización, al menos en algunos países, asume cada día con más fuerza la forma de un laicismo, más o menos oficial, radical e ideológico, en que Dios no cuenta, se actúa «como si Dios no existiera», y a la fe se le reduce o recluye a la esfera de lo privado.
En algunas partes, este laicismo se está convirtiendo en el dogma público básico, al tiempo que la fe es sólo tolerada como opinión y opción privada, y así, a decir verdad, no es tolerada en su propia esencia. Este tipo de tolerancia privada ya se le concedió a la fe en la misma Roma del Imperio: el sacrificio al emperador, en último término, sólo perseguía el reconocimiento de que la fe no representaba ninguna pretensión de carácter público, al menos de manera significativa. El desarrollo de este laicismo es alarmante en algunos lugares. Toca al núcleo y fundamento de nuestra sociedad; afecta al hombre en su realidad más viva y a su propio futuro.
El fenómeno de la secularización, en su forma de laicismo esencial o ideológico, de hondas raíces, en efecto, está afectando a todo: ha afectado no sólo a la sociedad en general, sino que hasta ha podido invadir también la fibra religiosa. No se trata ya, como en otros momentos, del reconocimiento de la justa autonomía del orden temporal, en sus instituciones y procesos, algo que es compatible enteramente con la fe cristiana y hasta directamente favorecido y exigido por ella.
Se trata aquí de algo muy hondo que afecta al modo de ser, de pensar y de actuar, puesto que conlleva la voluntad de prescindir de Dios en la visión y la valoración del mundo, en la imagen que el hombre tiene de sí mismo, del origen y término de su existencia, de las normas y los objetivos o fines de sus actividades personales y sociales. El laicismo ideológico comporta un modo de pensar y vivir en el que la referencia a Dios es considerada como una deficiencia en la madurez intelectual y en el pleno ejercicio de la libertad.
Así se va implantando la comprensión atea de la propia existencia. Aunque no siempre se perciba con tal explicitud intelectual, el problema más radical de nuestra sociedad y de nuestra cultura, y el de más vastas consecuencias para el hombre y su futuro es el de la negación de Dios y el de vivir «como si Dios no existiera». Este laicismo arrastra a muchos a la ruptura de la armonía entre fe y razón que tanto alcance tiene, y a pensar que sólo es racionalmente válido lo experimentable y mensurable, o lo susceptible de ser construido por el ser humano.
Es por ello que el «mal» radical del momento consiste en el deseo de ser dueños absolutos de todo, de dirigir nuestra vida y la vida de la sociedad a nuestro gusto, sin contar con Dios, como si fuéramos verdaderos creadores del mundo y de nosotros mismos: todo parece que sea obra humana y que no pueda ser nada más que obra humana. De ahí esa nueva antropología, que se ha difundido por doquier, que concibe al hombre, no como ser, como alguien, por si mismo pensado, creado y querido por Dios, o como naturaleza y verdad que nos precede y es indisponible, sino como libertad omnímoda o como decisión: la libertad individual viene a ser como un valor absoluto al que todos los demás tendrían que someterse, y el bien y el mal habría de ser decidido por uno mismo, o por consenso, o por el poder, o por las mayorías.
Esto, a mi entender, constituye el gran drama de nuestro tiempo. Porque en tal secularización y laicismo, manifestación extrema por lo demás de la mentalidad ilustrada, que separa fe y razón, el hombre, se diga lo que se diga, se queda solo, en su soledad más extrema, sin una palabra que le cuestione, sin una presencia amiga que le acompañe siempre, sumido con frecuencia en la soledad del vacío y de la nada; «5010 como creador de su propia historia y de su propia civilización, solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, como quien habría de existir y continuar actuando etsi Deus non daretur, aunque Dios no existiera. Pero si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado» (Juan Pablo II).
Es importante tener esto muy presente hoy, y ser lúcidos frente a lo que implica, en el fondo, la ideología del laicismo imperante al que nos estamos refiriendo. Todas las corrientes de pensamiento de nuestro viejo continente, como de cualquier otra parte y lugar, y todos cuantos tienen responsabilidades sociales, culturales o políticas en el mundo, deberían considerar a qué negras perspectivas podría conducir la exclusión de Dios de la vida pública. Reconozcámoslo claramente: no es posible un Estado ateo.
Como diría el entonces Cardenal J. Ratzinger: «No lo es en ningún caso en cuanto Estado de derecho duradero. Esto implica que Dios no puede quedar relegado incondicionalmente a la esfera de lo privado». No parece posible un Estado, «confesionalmente» laicista, de jure o de facto, que excluya a Dios de la esfera pública. No podría sobrevivir a largo plazo un Estado de derecho bajo un dogma ateo en vías de radicalización. Para poder sobrevivir es necesaria una reflexión fundamental que haga caer en la cuenta de qué es lo que está en juego en toda esta temática.
Por lo demás, la democracia funciona si funciona la conciencia, y esta conciencia enmudece si no está orientada conforme a valores éticos fundamentales, previos a cualquier determinación, válidos y universales para todos, indisponibles, conformes con la recta razón, que pueden ser puestos en práctica incluso sin una explícita profesión de fe, y en el contexto de una religión no cristiana (J. Ratzinger). «La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona» (Juan Pablo II).