Aún resuenan los ecos de aquel inolvidable encuentro de 1982 en el Estadio «Santiago Bernabéu», de Madrid, del Beato Juan Pablo II con los jóvenes. Los jóvenes de ahora no habían ni siquiera nacido, algunos de los allí presentes son ahora sus padres. El Papa les habló entonces con tanta exigencia como esperanza del mensaje de felicidad que está en el camino que Jesucristo recorrió y nos dejó como su «autorretrato»: el de las bienaventuranzas. Permanece aún vivo, con toda su fuerza, el gran y gozoso IV Encuentro Mundial de la Juventud en Santiago de Compostela, en 1989, donde habló a los varios cientos de miles de jóvenes de Jesucristo, «Camino, Verdad y Vida».
Recordamos toda la fuerza de las palabras de Juan Pablo II en la Plaza de Colón, en su visita de 1993, cuando dirigiéndose a los jóvenes durante la canonización de San Enrique de Ossó, les dijo: «¡No tengáis miedo a ser santos!»; o lo que es lo mismo, «¡no tengáis miedo de Jesucristo, no tengáis miedo a seguirle!». «Venid y veréis», ¡contemplad su rostro reflejado en esa forma de vida suya, exigente pero que conduce a la felicidad que buscáis, la que os hará ser y sentiros dichosos!; en Él encontraréis el verdadero y pleno sentido a palabras tan gastadas y tan fundamentales: paz, amor, verdad, libertad, felicidad. ¿Y quién no mantiene en sus pupilas aquellas imágenes del aeródromo de Cuatro Vientos, en 2003 cuando un «joven de ochenta y tres años», el Papa Juan Pablo II, hablaba con tanta cercanía y amistad a los cientos de miles de jóvenes procedentes de toda España y Portugal, y les daba tanto ánimo para proseguir el camino sin miedo y construir una nueva civilización, la «Europa del Espíritu»?.
A propósito de los santos que iba a canonizar en la mañana del día siguiente, les dijo a los jóvenes en aquella ocasión: «Estos nuevos santos fueron jóvenes como vosotros, llenos de energía, ilusión y ganas de vivir. El encuentro con Cristo transformó sus vidas (…) Por eso, fueron capaces de arrastrar a otros jóvenes, amigos suyos, y de crear obras de oración, evangelización y caridad que aún perduran». Y añadió: «Queridos jóvenes, ¡id con confianza al encuentro de Jesús! y, como los nuevos santos, ¡no tengáis miedo de hablar de Él!, pues Cristo es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre el hombre y su destino.
Es preciso que vosotros jóvenes os convirtáis en apóstoles de vuestros coetáneos. Sé muy bien que esto no es fácil. Muchas veces tendréis la tentación de decir como el profeta Jeremías: ‘¡Ah, Señor!, Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho». No os desaniméis, porque no estáis solos: el Señor nunca dejará de acompañaros, con su gracia y el don de su Espíritu». En efecto, «la propuesta de Jesucristo, reconocía el Papa Juan Pablo II ante los jóvenes de Bulgaria en su visita a aquella nación, puede parecer difícil, y en algunos casos puede incluso dar miedo.
Pero os pregunto: ¿es mejor resignarse a una vida sin ideales, a una sociedad marcada por desigualdades, prepotencias y egoísmos, o, más bien, buscar generosamente la verdad, el bien, y la justicia, trabajando por un mundo que refleje la belleza de Dios, aunque sea preciso afrontar las pruebas que esto entraña?». Así lo refleja una multitud inmensa de jóvenes en todo el mundo que viven una opción radical de fe y de vida y que son ya «centinelas de la mañana en la aurora del nuevo milenio».
Muchos de esos jóvenes acudirán con entusiasmo a encontrarse una vez más con otro «joven de 84 años», el Papa Benedicto XVI, sucesor de Pedro, que como el pescador de Galilea, sigue diciendo ante todos los hombres que todavía buscan y confían: «¿A quién vamos a acudir? Tú, Jesús, tienes palabras de vida eterna». Y, por eso, como aquel paralítico a la puerta del templo del Libro de los Hechos de los Apóstoles que esperaba que alguien le diese algo, los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid, también recibirán de Pedro, de su actual sucesor, el Papa Benedicto XVI, el tesoro, la riqueza, capaz de levantar a los jóvenes y hacerles andar con esperanza e ilusión. Los jóvenes saben que el Papa, la Iglesia, no tiene «oro ni plata», no les va a solucionar los problemas económicos, ni el paro juvenil que les atenaza, ni tampoco les va a proporcionar lo que no pocos jóvenes sin ninguna esperanza buscan en la «movida o en una pseudocultura» alienante de nuestra época, una felicidad que no llena porque se limita a «pasarlo bien».
Saben los jóvenes, que acudan masivamente a Madrid de todas las partes, que lo que el Papa les va a dar es a Jesucristo, Cristo crucificado y resucitado, al que buscan como la verdad que los haga libres, o el amor sin límite que los sacie, o como la esperanza que los aliente: A eso acuden. Lo que tiene Pedro es lo que dará, está dando sin cesar el Papa a los jóvenes, a cada uno de los jóvenes, en su propia lengua y en su propia situación: «en nombre de Jesucristo, viene a decirles, les dirá a cada uno, levántate y anda»: porque eso es lo que necesitan los jóvenes, levantarse, ponerse en camino, dirigirse a un futuro con esperanza, anticiparlo, porque es posible con Él; el Papa les está diciendo ya: «ponte en camino y ve donde estén los otros jóvenes y muéstrales dónde está la felicidad, la libertad y la esperanza: en Cristo! ¡Venid y veréis! ¡Probadlo y proseguid el camino con la mirada puesta en Él, que sabe de desgracia y de sufrimiento, y no os retiréis no os echéis atrás; ¡con ánimo, y confianza; podéis!
El Papa, de una manera u otra, les pide que colaboren en construir una nueva sociedad, una nueva civilización, una nueva humanidad con la novedad del Evangelio y de la Luz de Cristo., Una «nueva humanidad», realmente nueva, hecha de hombres y mujeres nuevos, consciente de estar llamada a ser faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo, decidida a aunar sus esfuerzos y su creatividad al servicio del bien común, de la paz y de la solidaridad entre las gentes.
Los jóvenes que buscan, creen y siguen a Cristo, sin duda, están comprometidos a ser hoy «operadores y artífices de la paz»; a responder «a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder fascinante del amor», a vencer «la enemistad con la fuerza del perdón»; a testimoniar con sus vidas que «las ideas no se imponen, sino que se proponen»; a que «nunca se dejen desalentar por el mal». Para eso, los jóvenes necesitan la ayuda de la oración y el consuelo que brota de una amistad íntima con Cristo. Sólo así, viviendo la experiencia del amor de Dios e irradiando la fraternidad evangélica, podrán ser los constructores de un mundo mejor hombres y mujeres pacíficos y pacificadores.