Ha pasado más de un siglo desde que G.K. Chesterton publicara su libro Lo que está mal en el mundo. Inicialmente había querido llamarlo Lo que está mal, pero el editor insistió en un título más largo. En sus páginas se analizan los innumerables problemas asociados con la modernidad y se postulan las soluciones.
El lector apreciará que el título del libro de Chesterton, en su forma más larga o más breve, no se formula como pregunta, sino que se afirma como una declaración. La razón es simple. La Iglesia católica no alberga dudas sobre lo que está mal en el mundo. Ella sabe lo que está mal, lo ha declarado definitivamente, y ha enseñado dogmáticamente lo que hace falta para enderezar las cosas.
Pero si se nos plantease la cuestión “¿Qué está mal en el mundo?”, deberíamos responder como se dice que Chesterton hacía cuando le preguntaban. “Yo”, replicaba.
El problema es que nosotros somos el problema. Es la humanidad caída y rota la que está en la raíz de lo que está mal en el mundo.
“Yo”, dice Chesterton.
“Nosotros”, deberíamos responder, a coro.
“No se ha probado y encontrado imperfecto al ideal cristiano”, dice Chesterton, “se le ha encontrado difícil y ni siquiera se ha intentado” (Lo que está mal en el mundo, I, 5, El templo inacabado).
Y ése es el problema. Eso es lo que está mal.
Se nos pide amar, que consiste en entregar nuestra vida por los demás, pero esto solo es posible si tenemos la humildad de ponernos a nosotros mismos en segundo o último puesto.
Si somos orgullosos en vez de humildes, nos pondremos a nosotros en primer lugar y a los demás en segundo o último plano. Si somos orgullosos, exigiremos nuestros derechos y no asumiremos nuestras responsabilidades. Y si no ponemos nuestras responsabilidades por delante de nuestros derechos, no podremos ser buenos esposos, buenos padres ni buenos ciudadanos. Nos moverán nuestras propias exigencias de lo que queremos, y no las exigencias que nos plantean quienes necesitan nuestro amor. Nosotros seremos el problema. Nosotros seremos lo que está mal en el mundo.
Si somos orgullosos, contemplaremos las cosas en términos de derecha e izquierda, y no en términos del bien y del mal. Habremos sustituido la buena moral por la mala política.
Una vez que ese orgullo ha conquistado un lugar de honor en la sociedad, rechazando la humildad necesaria para el amor, estaremos ante la instauración de la tiranía.
El orgullo es la ausencia de amor, y la ausencia de amor es la fuente de la injusticia. Se sigue pues -como la noche sigue el día- que el orgullo precede a la caída en la anarquía, la cual conduce a la tiranía, que puede ser descrita como el gobierno del orgullo y de la crueldad sobre los débiles y sumisos.
Caer en la tiranía es uno de los signos distintivos de la modernidad. Vemos la erosión de la familia en el rechazo a la maternidad y a la paternidad, vemos una guerra contra la infancia y la matanza de los niños. Vemos cómo el poder económico de la familia y de los negocios familiares es succionado por el agujero negro del globalismo corporativo inhumano y sin rostro. Vemos cómo el poder político de la familia y de las comunidades locales es succionado por el agujero negro de gobiernos y burocracias inhumanos y sin rostro que se agigantan cada vez más y se alejan cada vez más de la gente a la que supuestamente representan. Vemos a las empresas sin rostro coaligadas con los gobiernos sin rostro para forjar un mundo a su capricho, basado en un poder macroeconómico ante el que las personas y las familias carecen de poder alguno.
¿Cómo contrarrestar esta tiranía? ¿Cómo combatirla? Si sabemos lo que está mal, ¿qué podemos hacer para enderezarlo?
¡Buena pregunta!
Tenemos que combatir el orgullo con la humildad, que es su peor enemigo y el antídoto contra su veneno. Tenemos que esforzarnos en nuestra propia vida para superar el orgullo en nuestro corazón con la humildad necesaria para derrotarlo. No lo podemos hacer solos. Necesitamos la ayuda de los demás. Necesitamos la ayuda de nuestros prójimos, pero también necesitamos la ayuda de nuestro Dios. Sin Su ayuda, nada podemos hacer. Por tanto, hemos de empezar por la oración. Debemos empezar situando nuestro débil “yo lo soy” al servicio del “Yo Soy” último que gobierna el cosmos.
Entonces viviremos ese tipo de vida que fomenta y alienta la resurrección de la justicia mediante la revitalización de la familia y la revigorización de las comunidades y economías locales. Entonces cambiaremos el mundo a mejor con cada persona que nos encontremos y con cada euro que gastemos, recordando que gastar el dinero es siempre un acto moral que hace del mundo un lugar mejor o peor.
No podemos derrotar el orgullo en sí mismo, porque es mayor que nosotros, pero podemos derrotar el orgullo en nosotros mismos entregándonos a los demás. El orgullo, como la pobreza, está siempre entre nosotros, al menos en esta vida, pero podemos hacer esta vida mejor preparándonos bien para la próxima. Podemos alcanzar el cielo y al mismo tiempo hacer del mundo un lugar mejor y más justo.
Chesterton tenía razón. Nosotros somos lo que está mal en el mundo. Empecemos por nosotros mismos dándonos a los demás. No convertiremos este mundo en el paraíso, pero estaremos almacenando tesoros en el cielo y al mismo tiempo haciendo del mundo un lugar mejor. Es una situación maravillosa, en la que salimos ganando sí o sí.
Publicado en National Catholic Register.
Joseph Pearce es autor de G.K. Chesterton. Sabiduría e inocencia.
Traducción de Carmelo López-Arias.