Ya he perdido la cuenta del número de personas que me piden opinión sobre los tristes sucesos acaecidos dentro del clero católico. La herida está abierta en nuestra Iglesia y todos nos hemos horrorizado y lamentado. Yo amo a mi Iglesia. Es mi Madre y me guía en mi camino espiritual. Pero hay algo innegable en ella: está llevada por hombres, y como tales, muchos cometen errores (incluso de enorme gravedad). No es mi intención justificar este tipo de hechos atroces, pero sí desde estas humildes líneas me gustaría plasmar mi postura ante ellos.
Lo primero que hice al enterarme fue intentar enfocar estos actos bajo la luz del Amor de Dios y desde nuestra fe cristiana. Recordé que antes de elegir a sus discípulos, Jesús pasó orando toda la noche en la montaña, pues eran miles los que le seguían deseosos de pertenecer a su grupo más íntimo. El escogió a doce con todo su corazón: los elegidos serían extraordinariamente afortunados. Vivirían junto a Él, se les encargaría la misión más importante de la humanidad, y para ello, se les otorgarían únicos dones inauditos (echar demonios, hablar en lenguas, obrarían milagros, etc.)
Pero uno de esos doce privilegiados le traicionó a muerte. Fue su amado Judas: aquel quien pudo echar demonios y hacer milagros. ¿Acaso Jesús le escogió para que le traicionara? No. Cristo le escogió para que le amara y llevara su luz al mundo; pero también le otorgó libertad, y en su libertad, Judas escogió traicionarle. Si profundizamos en este aspecto de la traición del elegido, no podemos obviar otra realidad: Judas no fue el único traidor. Pedro también le negó, y hasta los más amados se quedaron dormidos o echaron a correr cuando Él más los necesitó: durante la agonía en el Huerto de los Olivos y el apresamiento. Ya ve que no hay diferencia entre la traición de Pedro y la de Judas. Solo la hay en un aspecto de sus corazones, algo que cambió el destino final de uno y otro. Pedro se arrepintió y reparó hasta el fin de su vida. Judas no quiso reparar, se desesperó y acabó con su vida. Craso error.
Hoy somos confrontados con esa misma realidad: Dios ha sido traicionado por algunos sacerdotes que han abusado de sus manos consagradas para dañar a inocentes. Podemos centrarnos en ellos o podemos enfocarnos en los demás, en esos que han permanecido fieles y que siguen ofreciendo su vida por todos nosotros para servir a Cristo y traernos su luz. Los medios de comunicación no están prestando atención a esos otros “once”. Prefieren centrarse en las caídas de los elegidos. Olvidan todo lo que hacen los “once” día a día, aquí, en misiones africanas, en el sida, en los enfermos, en los abandonados, en todos lados…
Estas heridas no son nuevas en nuestra Iglesia. Hubo hasta Papas malvados, como el caso de Alejandro VI, que fue simplemente un Papa de calamitosa moral. Llegó a tener hasta nueve hijos con diferentes amantes. Hubo grandes hombres, como Lutero, que se escandalizaron tanto con la estela de este papado, que decidieron formar su propia Iglesia. Hechos así siguen dividiendo a cristianos hasta el día de hoy. ¡Qué gran daño!
Querido lector, nunca olvide que el fuego que destruye el mundo (provocado por el demonio) es permitido por Dios Padre. Mediante la destrucción de ese fuego terrible lo bueno se separa de lo malo, por eso está habiendo tantísimas conversiones y hay un resurgimiento de vocaciones jóvenes en los conventos. Y nunca olvide que probados y purificados por el fuego, los buenos se vuelven mejores.
Pero no debemos olvidar que en momentos de grandes pecados en la Iglesia, Dios derrama también gracia en abundancia. Su amor se hace mucho más palpable y corazones que jamás pensaron conocerle, se convierten y dan testimonio de fuego. ¡Qué gran misterio!
Hoy vivimos una gran crisis dentro de nuestra Iglesia, pero Cristo nos ha dado un Papa magnífico que está luchando por limpiar nuestra Iglesia. ¡Heroica tarea la de Benedicto XVI! Se lo repito, querido lector: “Donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia”.
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