Desde que en España se declarase la crisis económica, empezó a proclamarse, a modo de mantra o ensalmo, que había que «flexibilizar el mercado laboral», que la contratación «exigía reformas estructurales», que la competitividad laboral exigía «quitar rigideces».
Poco a poco fuimos descubriendo que «flexibilizar el mercado laboral» significaba abaratar el despido, que las «reformas estructurales» consistían en recortar salarios, que «quitar rigideces» se resumía en vulnerar las garantías de los trabajadores. Se abarató el despido, se recortaron los salarios y se vulneraron las garantías de los trabajadores, como si tal cosa; y cuando ya parecía que los mantras o ensalmos habían cumplido su tarea de reducir al trabajador a un guiñapo, los artífices del desmán lanzaron otra consigna, para reducir el guiñapo a fosfatina: «Hay que ligar salarios y productividad».
Creo que fue la teutona Merkel quien la puso de moda; pero de inmediato la empezaron a corear los plutócratas, los periodistas de pesebre, los politiquillos de diestra y siniestra: así hasta que la consigna se convirtió en una suerte de dogma económico inatacable.
Varios lectores me preguntan si, conforme a la doctrina de la Iglesia, es lícito ligar salarios y productividad. Como nos recordaba León XIII en su encíclica Rerum Novarum, es una injusticia crasa que atenta contra la dignidad de los trabajadores, por abusar de ellos «como de cosas de lucro y no estimarlas en más que cuanto sus nervios y músculos puedan dar de sí». Y como Pío XI, cuarenta años más tarde, establecía explícitamente: «Se equivocan de medio a medio quienes no vacilan en divulgar el principio según el cual el valor del trabajo y su remuneración debe fijarse en lo que se tase el valor del fruto por él producido» (Quadragesimo Anno, 68).
Para que el trabajo pueda ser valorado justamente y remunerado equitativamente, es preciso, afirmaba Pío XI, que el salario «alcance a cubrir el sustento del obrero y el de su familia, ajustándose a las cargas familiares, de modo que, aumentando éstas, aumente también aquél».
También es preciso, por supuesto, tener en consideración «las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que la empresa no los podría soportar, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros»; y aquí Pío XI añadía una observación actualísima, que incumbe a los gobiernos y a los mercados: «Y cuando los ingresos no son lo suficientemente elevados para poder atender a la equitativa remuneración de los obreros, porque las empresas se ven gravadas por cargas injustas o forzadas a vender los productos del trabajo a un precio no remunerador, quienes de tal modo las agobian son reos de un grave delito, ya que privan de su justo salario a los obreros, que, obligados por la necesidad, se ven compelidos a aceptar otro menor que el justo». Y es preciso, concluía Pío XI, que la cuantía del salario se acomode al «bien común», de tal modo que exista «una justa proporción entre los salarios y los precios a los que se venden los diversos productos agrícolas, industriales, etcétera. Si tales proporciones se guardan de una manera conveniente, los diversos ramos de la producción se complementarán y ensamblarán, aportándose, a manera de miembros, ayuda y perfección mutua».
Esta es la doctrina de la Iglesia sobre el salario justo y debido. Ligar salarios y productividad es, pues, radicalmente anticristiano. «Y defraudar a alguien en el salario debido —nos recuerda León XIII— es un gran crimen y un fraude que clama al cielo».
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