El escándalo religioso de ver sucumbir sin apenas resistencia al que ellos consideraban como Mesías, y de quien esperaban un triunfo cercano, llevará a los discípulos a perder por un momento el valor y la fe: “heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño”, dirá Jesús en el camino de su pasión.
La transmutación política -perdón por la comparación- parece inevitable. Herido aquel en quien habían puesto sus esperanzas, aparece el desánimo y la amargura de las ovejas mejor alimentadas. Los amigos burgueses afectos al socialismo han hecho público el Manifiesto “Una ilusión compartida”, desean separarse de quien hace siete años los ilusionó y unió, contribuyendo a engrosar su vasto patrimonio. Una vez que la víctima ha comenzado a ser sacrificada, el presidente del Gobierno se ve abocado a una infinita soledad por parte de los suyos, anexa al sufrimiento material y espiritual desplegado inmisericorde en las instituciones y en la sociedad en su conjunto.
Estos “intelectuales orgánicos”, de los que adolece la derecha política, capaces de crear un corpus teórico tan conmovedor como engañoso, lamentan la “falta de horizonte” de la izquierda y el “descrédito de la política”, pero en realidad sólo buscan que el progresismo siga colonizando los criterios y comportamientos de la sociedad española, que las prebendas no se evaporen, que el socialismo continúe rampante y no se desplome de un modo irrevocable en las próximas elecciones generales.
La hipocresía de los denominados titiriteros es absoluta. Dicen que la iniciativa del manifiesto está abierta a todos, pero les disgusta “el avance de las opciones reaccionarias en las últimas elecciones municipales”, molestándoles que la victoria de la derecha los aboque a “un escenario de sombrías perspectivas”. Dicen tener disposición para crear un marco de diálogo, pero con el único fin de aprovecharse de nuevo del poder de los ciudadanos por ellos mismos arruinados.
El manifiesto titiritero es pura fachada, astucia de la izquierda política, estrategia inmoral, praxis progresista, no vayan a pensar más allá. Hasta ahora no hicieron otra cosa que servir al orden socialista, participar de su anhelado botín. Tratan de cuestionar el sistema cuando no hicieron otra cosa que contribuir a su deriva. No hay cosmovisión que más atinadamente salga al encuentro de la clase dominante que la heroica del progresismo intelectual, la expresión del panfleto a través de un imaginario corpus teórico que mantenga cuatro años más el patrimonio personal y familiar que hay que defender.
Después de la agonía y el fracaso viene la condena severa al líder. No bastaba el 15-M como la voz del desengaño y de la lucha por la regeneración ante las difíciles circunstancias y la crisis económica, como la forma que se podía dar a la voluntad de un orden mejor, como el imperio naciente de una anestesia emocional que mantenía sin esperanza a millones de ciudadanos. Ahora surgen con fuerza los que siguen vinculados al poder, conscientes de que sólo quien está todavía ligado al Gobierno puede influir en su curso y devenir, con la pretensión de enmascarar la realidad para que no se consume una derrota que ponga fin a tantos privilegios.
Es curioso –si no perverso- ver cómo ciertos personajes que firman el manifiesto atemperan rápidamente su opinión al momento presente, se apresuran a desentenderse de lo que dijeron e hicieron en un pasado cercano, hacen blanco lo que ayer era negro, se retiran de la foto en la que ya no quieren salir, y todo ello no ya sin conciencia alguna de deslealtad o de incoherencia, sino acusando al otro de traición.
La derecha política sigue sin enterarse, o no le interesa, de que el centro de gravedad de la vida pública se dirime en la cultura. Lo diagnosticó con acierto Juan Manuel de Prada: “La derecha española es camastrona y posibilista; ha aceptado desenvolverse en un medio adverso en el que las reglas de juego, los paradigmas culturales y la visión del mundo los determina la izquierda”. La auténtica revolución llevada a cabo en la sociedad española -conviene no olvidarlo- sigue siendo una revolución cultural, es decir, la creación de una nueva antropología y cosmología, cuyos efectos más visibles acontecen en el ámbito familiar y moral, y donde la izquierda parece marcar sin complejos sus reglas de juego.