Esta vez pongo a disposición de mis queridos lectores un extracto del capítulo 5º de un libro aún inédito de mi autoría titulado “Zacarías 11, la gran profecía de la pasión de la Iglesia” que espero vea la luz en un futuro no muy lejano...
Lo primero que salta a la vista cuando se estudian estos versículos, del 7 al 12, del capítulo 11 de Zacarías, es el nombre dado a este pastor. Porque ser llamado Gracia es prueba, cuando menos, de una especial asistencia del Espíritu Santo.
Este nombre anuncia un fenómeno singular tanto de la vida interior como de la cura de almas. La gracia santificante es “el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada; llegar ser hijos de Dios (cf Jn 1, 1218), hijos adoptivos (cf Rm 8, 1417), partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4) y de la vida eterna (cf Jn 17, 3). De manera que su designación como Gracia, lejos de ser detalle baladí, revela una especialísima condición receptiva y distributiva de los dones del Espíritu Santo. Ser llamado Gracia representa un hito en la historia de la salvación, porque dicho título jamás habría sido profetizado sin corresponder a un personaje auténticamente lleno de ella.
Esto, que es evidente, plantea problemas para explicar tal designación del pastor; humano por muy cayado que sea y con las limitaciones propias de la condición humana. Para valorar esta “enormidad” es necesario recordar que únicamente una persona, sin contar a Nuestro Señor, y desde que el mundo es mundo, ha merecido tal nombre. Y que dicha persona ha sido concebida sin mancha de pecado en previsión de su maternidad divina. El ángel Gabriel se dirigió a la joven María de Nazaret llamándola llena de Gracia (cf Lc 1, 28).
Si ante tal apelativo se pasmaron los cielos, no menos pasmo produce la designación de nuestro pastor cayado como Gracia. ¿Zacarías nos prevenía de un personaje de méritos tan singulares como la propia Madre de Dios? No exactamente. Lo que el profeta nos anunciaba era alguien de tal manera entregado a la Señora que, permaneciendo en comunión de vida con Ella, albergaba en su alma aquella plenitud de gracia santificante que es propiedad de Ella y que Ella compartía generosamente con él. Este pastor cayado recibe justamente el nombre de Gracia porque ha sido todo suyo, todo de María, sin haberse reservado, desde su más tierna infancia, nada para sí mismo. Y la gracia que fertilizó su ministerio no era sino la manifestación operativa, desbordante cuando bien encauzada, de aquella inhabitación que la Esposa del Espíritu compartió con él.
Lo primero que salta a la vista cuando se estudian estos versículos, del 7 al 12, del capítulo 11 de Zacarías, es el nombre dado a este pastor. Porque ser llamado Gracia es prueba, cuando menos, de una especial asistencia del Espíritu Santo.
Este nombre anuncia un fenómeno singular tanto de la vida interior como de la cura de almas. La gracia santificante es “el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada; llegar ser hijos de Dios (cf Jn 1, 1218), hijos adoptivos (cf Rm 8, 1417), partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4) y de la vida eterna (cf Jn 17, 3). De manera que su designación como Gracia, lejos de ser detalle baladí, revela una especialísima condición receptiva y distributiva de los dones del Espíritu Santo. Ser llamado Gracia representa un hito en la historia de la salvación, porque dicho título jamás habría sido profetizado sin corresponder a un personaje auténticamente lleno de ella.
Esto, que es evidente, plantea problemas para explicar tal designación del pastor; humano por muy cayado que sea y con las limitaciones propias de la condición humana. Para valorar esta “enormidad” es necesario recordar que únicamente una persona, sin contar a Nuestro Señor, y desde que el mundo es mundo, ha merecido tal nombre. Y que dicha persona ha sido concebida sin mancha de pecado en previsión de su maternidad divina. El ángel Gabriel se dirigió a la joven María de Nazaret llamándola llena de Gracia (cf Lc 1, 28).
Si ante tal apelativo se pasmaron los cielos, no menos pasmo produce la designación de nuestro pastor cayado como Gracia. ¿Zacarías nos prevenía de un personaje de méritos tan singulares como la propia Madre de Dios? No exactamente. Lo que el profeta nos anunciaba era alguien de tal manera entregado a la Señora que, permaneciendo en comunión de vida con Ella, albergaba en su alma aquella plenitud de gracia santificante que es propiedad de Ella y que Ella compartía generosamente con él. Este pastor cayado recibe justamente el nombre de Gracia porque ha sido todo suyo, todo de María, sin haberse reservado, desde su más tierna infancia, nada para sí mismo. Y la gracia que fertilizó su ministerio no era sino la manifestación operativa, desbordante cuando bien encauzada, de aquella inhabitación que la Esposa del Espíritu compartió con él.
Estamos ante una confirmación directa, entrañable, de la divinización del hombre por la apertura al Espíritu Santo. Alcanzada por el medio más rápido y seguro para acoger al gran huésped del alma, más íntimo que la propia alma: Mediante la entrega personal a María. Así no puede extrañarnos la profundidad de la enseñanza de este pastor cayado Gracia acerca del Espíritu Santo: Era el mismo Paráclito quien se explicaba a sí mismo a través del humilde hijo de María.
Por todo ello, resulta enigmático ver a este pastor Gracia incurso en la misma impaciencia de Yahvé e implicado de alguna forma en los procesos apuntados por Zacarías, quien de manera clara los incluye, a él y al pastor Vínculo, en ese deterioro de la situación. ¿Cómo es posible que este personaje, hasta tal punto mariano, haya provocado la impaciencia divina? ¿Cómo puede entenderse que un pastor merecedor del nombre de Gracia sea de alguna forma partícipe en ese tránsito del rebaño que puede concluir en la más abyecta necedad pastoral?
Por todo ello, resulta enigmático ver a este pastor Gracia incurso en la misma impaciencia de Yahvé e implicado de alguna forma en los procesos apuntados por Zacarías, quien de manera clara los incluye, a él y al pastor Vínculo, en ese deterioro de la situación. ¿Cómo es posible que este personaje, hasta tal punto mariano, haya provocado la impaciencia divina? ¿Cómo puede entenderse que un pastor merecedor del nombre de Gracia sea de alguna forma partícipe en ese tránsito del rebaño que puede concluir en la más abyecta necedad pastoral?
Para despejar esta contradicción hay que desentrañar con sumo cuidado la trama entre el desempeño pastoral y los caminos de la santificación. Entre las intenciones, las ideas personales y las realizaciones finales. Entre la disposición del espíritu y los errores de la inteligencia, y entre las obcecaciones y las rectificaciones movidas por la experiencia y por la obediencia… Porque nadie es definitivamente santo hasta el momento en que el Señor lo abraza y lo admite en su seno.
Hasta ese momento, las hazañas del espíritu pueden combinarse con torpezas de la voluntad o del intelecto. Y una trayectoria movida por óptimas intenciones, alimentada por la mejor disposición personal, puede adolecer de errores que, sin comprometer la propia vida espiritual, pueden sin embargo resultar improcedentes de cara a los problemas más profundos. Puede darse, y de hecho se ha dado, una tensión específica entre una gracia plenamente incorporada y una naturaleza interpretada de forma irreal.
El Espíritu Santo puede “escribir derecho con renglones torcidos” sin que la mano que los traza deje por ello de santificarse como instrumento valioso. Y el Altísimo puede impacientarse - ¿cómo no? – ante ejercicios pastorales fructíferos que, no obstante, no acaban de rematar la puesta a salvo del rebaño. El Señor puede cansarse, impacientarse, e incluso enfadarse, sin que su visión magnánima de los actos humanos deje de comprender las razones últimas de un instrumento predestinado.
En los anales de la santidad hay varios ejemplos de impaciencia divina hacia personas que terminaron siendo ejemplares. Recordemos el caso prototípico de esta impaciencia de Jesucristo hacia un pastor no menos santo que nuestro cayado Gracia: Leemos en el Evangelio que, habiendo hecho Jesús a sus apóstoles el primer anuncio de su Pasión, “tomándole aparte Pedro se puso a reprenderle diciendo: ¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso! Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres! (Mt 16, 22-23).
Esta impaciencia –no menos colérica en sus formas que la consignada por Zacarías– prefigura la impaciencia del Señor anunciada por nuestro profeta para los días en que la Iglesia debería asociarse a Él en su correspondiente Calvario (CIC 677). Los motivos de la impaciencia divina son exactamente los mismos que hicieron revolverse al Señor contra Pedro: Un pensamiento, una manera de planificar excesivamente humanos. Pero el calificativo, durísimo aunque momentáneo, de Jesús a su futuro apóstol –¡Satanás!– se convierte a su vez en prefiguración de la desviación potencialmente diabólica de aquella Iglesia tentada a rehuir el testimonio auténtico invocando su propia concepción de la historia.
Una Iglesia desviada de su participación en la Cruz mediante fórmulas de entendimiento con la cultura de la abominación –pretextando evangelizar sin contradicción– sería una iglesia en proceso de apostasía, gradual pero inequívoca. En su seno se gestaría la Bestia con dos cuernos como de cordero, pero que habla como una serpiente (cf Ap 13, 11).
Sin embargo, la tentación desplegada ante los dos primeros pastores no parece verse consumada. De lo contrario no serían cayados, sino pastores tan necios e inútiles como el tercero. La impaciencia hacia ellos no se debe a ninguna traición, sino que puede deberse al equilibrio tercamente sostenido entre aquello que se les pide, y que en parte dan, y lo que ellos realizan por cuenta propia: Parece consecuencia, en última instancia, de su reticencia a saltar en el vacío de la confrontación con el mundo, apoyándose únicamente en la fe. A Dios puede impacientarle ese exceso de prudencia –virtud humana, natural– porque posiblemente preferiría una caridad sin límites. Para la caridad no existen excesos.
Hasta ese momento, las hazañas del espíritu pueden combinarse con torpezas de la voluntad o del intelecto. Y una trayectoria movida por óptimas intenciones, alimentada por la mejor disposición personal, puede adolecer de errores que, sin comprometer la propia vida espiritual, pueden sin embargo resultar improcedentes de cara a los problemas más profundos. Puede darse, y de hecho se ha dado, una tensión específica entre una gracia plenamente incorporada y una naturaleza interpretada de forma irreal.
El Espíritu Santo puede “escribir derecho con renglones torcidos” sin que la mano que los traza deje por ello de santificarse como instrumento valioso. Y el Altísimo puede impacientarse - ¿cómo no? – ante ejercicios pastorales fructíferos que, no obstante, no acaban de rematar la puesta a salvo del rebaño. El Señor puede cansarse, impacientarse, e incluso enfadarse, sin que su visión magnánima de los actos humanos deje de comprender las razones últimas de un instrumento predestinado.
En los anales de la santidad hay varios ejemplos de impaciencia divina hacia personas que terminaron siendo ejemplares. Recordemos el caso prototípico de esta impaciencia de Jesucristo hacia un pastor no menos santo que nuestro cayado Gracia: Leemos en el Evangelio que, habiendo hecho Jesús a sus apóstoles el primer anuncio de su Pasión, “tomándole aparte Pedro se puso a reprenderle diciendo: ¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso! Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres! (Mt 16, 22-23).
Esta impaciencia –no menos colérica en sus formas que la consignada por Zacarías– prefigura la impaciencia del Señor anunciada por nuestro profeta para los días en que la Iglesia debería asociarse a Él en su correspondiente Calvario (CIC 677). Los motivos de la impaciencia divina son exactamente los mismos que hicieron revolverse al Señor contra Pedro: Un pensamiento, una manera de planificar excesivamente humanos. Pero el calificativo, durísimo aunque momentáneo, de Jesús a su futuro apóstol –¡Satanás!– se convierte a su vez en prefiguración de la desviación potencialmente diabólica de aquella Iglesia tentada a rehuir el testimonio auténtico invocando su propia concepción de la historia.
Una Iglesia desviada de su participación en la Cruz mediante fórmulas de entendimiento con la cultura de la abominación –pretextando evangelizar sin contradicción– sería una iglesia en proceso de apostasía, gradual pero inequívoca. En su seno se gestaría la Bestia con dos cuernos como de cordero, pero que habla como una serpiente (cf Ap 13, 11).
Sin embargo, la tentación desplegada ante los dos primeros pastores no parece verse consumada. De lo contrario no serían cayados, sino pastores tan necios e inútiles como el tercero. La impaciencia hacia ellos no se debe a ninguna traición, sino que puede deberse al equilibrio tercamente sostenido entre aquello que se les pide, y que en parte dan, y lo que ellos realizan por cuenta propia: Parece consecuencia, en última instancia, de su reticencia a saltar en el vacío de la confrontación con el mundo, apoyándose únicamente en la fe. A Dios puede impacientarle ese exceso de prudencia –virtud humana, natural– porque posiblemente preferiría una caridad sin límites. Para la caridad no existen excesos.
La impaciencia divina hacia el pastor Gracia fue, por ello, reparable. Se vio atemperada por algunos factores relevantes que su Señora y Madre pudo argüir justamente ante el Altísimo en defensa de su gestión: Su justificación antropológica para el diálogo con el mundo no carecía de valor: Entroncaba directamente con algunas afirmaciones conciliares sobre la centralidad del hombre (G.S. 12, 1) que pudieron ser explicadas en sentido cristocéntrico –y, de hecho, lo fueron– mediante el realce de la misericordia.
Él no toleró modulaciones semánticas con sabor adopcionista o nestoriano, de intención acomodaticia, de la figura de Jesucristo: La devaluación de los treinta siclos se produce bastante tiempo después de roto este cayado (Za 11, 12). Su validación de las estructuras autosuficientes fue arriesgada, pero no se hizo de una forma absoluta, sino partiendo de hipótesis de trabajo condicionales… Cierto que tales hipótesis ya habían sido desmentidas por la cruda realidad, incluso antes de invocarse.
Pero no menos cierto que el equívoco subsiguiente, aunque supusiera una hipoteca de futuro, permitió ganar un tiempo precioso. Un tiempo que pudo ser aprovechado por la gracia para retrasar in extremis las calamidades que acechaban el fin del milenio. La rebelión de la naturaleza, gestándose en el cosmos, pudo posponerse por algún tiempo, ya que la gracia interpuso varias prórrogas.
Cierto que sus arengas contra el miedo no se sustentaron en el guión revelado y profetizado, sino en apreciaciones personales del amor divino: No pronunció las arengas esperadas (cf Za 8, 13) sino exhortaciones a remar, cuya ambigüedad pudo interpretarse – y algunos así lo hicieron – como invitación para hacerlo en un océano.., a punto de desaparecer (cf Ap 21, 1): El mar del que ha surgido la Bestia secular (Ap 13, 1) no puede ser explorado ni transformado desde dentro, porque su fin está decretado.
El pastor Gracia desplegó un derroche de confianza…Sin prestar excesiva atención al derroche no menos desbordante de signos con los que el Cielo manifestaba su desagrado por el derrotero humano. Predicó un Evangelio de la vida en cierto modo superpuesto a lo que él mismo había definido como cultura de la muerte, obviando las estructuras criminales de tal suerte que la gracia quedaba librada al plano de las conciencias, sin incisión posible en las instituciones. Por ello, la renovada orientación hacia el futuro que, efectivamente, dio al cristianismo, quedó ayuna de horizonte programático.
El pastor Gracia desplegó un derroche de confianza…Sin prestar excesiva atención al derroche no menos desbordante de signos con los que el Cielo manifestaba su desagrado por el derrotero humano. Predicó un Evangelio de la vida en cierto modo superpuesto a lo que él mismo había definido como cultura de la muerte, obviando las estructuras criminales de tal suerte que la gracia quedaba librada al plano de las conciencias, sin incisión posible en las instituciones. Por ello, la renovada orientación hacia el futuro que, efectivamente, dio al cristianismo, quedó ayuna de horizonte programático.
Pero, ¿qué achacarle finalmente, si él ofrendó su propia vida, sin reservas, en prueba de confianza? ¿Cómo imputarle desvío del Calvario, si terminó clavando su persona, con sus propias manos en la Cruz? La fidelidad, la entrega personal, pesan más que los errores estructurales en la balanza divina. La sabiduría infinita del Altísimo, la clarividencia del Espíritu y la caridad ardiente del Hijo, no tienen más remedio que rendirse ante una lógica defendida por tal Abogada. Y este sí que es un misterio jubiloso de Amor.