En alguna ocasión anterior hemos señalado que el ateo es con frecuencia mejor teólogo que el meapilas. Hemos confirmado esta verdad misteriosa leyendo el polémico ensayo de Daniel Bernabé La trampa de la diversidad (Editorial Akal), que ya comentamos en la revista XL Semanal. La tesis del libro (que ha encolerizado a los gerifaltes de la izquierda al servicio de la plutocracia) es la misma que el menda ha sostenido en multitud de artículos: las llamadas «políticas de la diversidad» constituyen en realidad una artimaña del neocapitalismo para desactivar a los trabajadores y convertirlos en un archipiélago de consumidores de «opciones sexuales», «identidades de género» y demás derechos de bragueta, mientras pisotea sus derechos laborales.
Bernabé considera que la izquierda debe recuperar su discurso tradicional. Y, para ilustrar su tesis, trae a colación la enseñanza que nos brinda la serie El joven papa, de Paolo Sorrentino, sobre un imaginario pontífice que, contemplando el creciente desapego de los fieles a la Iglesia, decide restaurar la liturgia en latín, expulsar a los homosexuales de las estructuras eclesiásticas y abominar de la vis mediática de sus predecesores. «El joven papa -escribe Bernabé- ha llegado a la conclusión de que Dios no es un coach ni la Biblia un libro de autoayuda. (...) El hecho de que la Iglesia pierda fieles no es por estar poco adaptada a los tiempos y por ser poco dúctil, sino por todo lo contrario, por haberse convertido en un objeto de consumo. La Iglesia, con su tradición milenaria, habiendo sobrevivido a sistemas económicos, imperios, guerras y todo tipo de vicisitudes históricas, está seriamente amenazada porque no puede competir en el mercado de la diversidad».
Bernabé advierte que la Iglesia ha iniciado una carrera suicida tratando de «adaptarse a los tiempos», edulcorando su mensaje con ambigüedades delicuescentes, reblandecimientos del dogma y guiños miramelindos a las ideologías en boga. Y lo sintetiza con una terrible lucidez marxista: «El joven papa de Sorrentino plantea una guerra porque sabe que no se puede ganar al neoliberalismo en su propio terreno, por eso decide convertir a la Iglesia en un ente incodificable para el capital. Evidentemente, en los primeros compases de su maniobra los fieles huyen despavoridos. Pero él sabe (…) que si el capitalismo neoliberal es experto en pantallas y fuegos de artificio, también deja las vidas vacías, a las personas desesperadas y a la historia sin un horizonte al que dirigirse». Y para brindar esperanza a esas personas desesperadas, la Iglesia -nos enseña Bernabé, con clarividencia hiriente y profética- tiene que restaurar su tradición, tan antigua y tan nueva: «La Iglesia católica no puede competir contra otros productos en el mercado de la diversidad identitaria, no puede competir contra el neoliberalismo siendo neoliberalismo, por lo que tiene que expulsar al mercado de sí misma y encarar la lucha por su supervivencia ofreciendo no sólo otra forma de ser, de comportarse, otra identidad, sino una filosofía completamente diferente para tratar con el presente. La Iglesia era poderosa cuando era misterio, cuando Dios se mostraba omnipotente y despiadado, cuando la imponente altura de las catedrales y la incomprensible sonoridad de las palabras del sacerdote, sus movimientos calculados, traían la experiencia de la divinidad por unos instantes a la tierra».
Es impresionante que un rojazo como Bernabé pronuncie estas palabras de fuego, restallantes como látigos, mientras el decrépito oficialismo católico farfulla paparruchas inanes. Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los meapilas y las revelaste a los ateos.
Publicado en ABC.