Turquía se encuentra en medio de un momento decisivo de su historia. El partido islamista moderado AKP, del primer ministro Erdogan, ha vuelto a derrotar por tercera vez consecutiva a los partidos laicistas, los cuales, bajo la atenta tutela del estamento militar, gobernaron el país durante décadas excluyendo la religión, cualquier religión, del espacio público. El pueblo ha vuelto a hablar: quiere religión.

Los resultados de los comicios, que dan la mayoría absoluta a Erdogan, pero lejos de los escaños necesarios para reformar unilateralmente la Constitución –como pretendía–, han sido recibidos con cautela por Estados Unidos, Israel y las cancillerías europeas, que no ven con buenos ojos a un islamista, por moderado que sea, al frente de un país tradicionalmente alineado con los intereses de Israel y de occidente. En medios occidentales, se le acusa, entre otras cosas, de querer imponer restricciones a la libertad de prensa, cosa que Erdogan niega.


Cuando en 1922 se crea la República de Turquía, se instaura, en nombre de la modernidad, un régimen secular y laicista, claramente inspirado en el liberalismo laicista decimonónico, tantas veces denunciado por el magisterio de la Iglesia como contrario a los derechos del hombre. La Constitución no concede reconocimiento jurídico alguno a ninguna comunidad religiosa, ni siquiera a la comunidad musulmana sunita mayoritaria. Bien es verdad que por la vía de los hechos, con el tiempo la realidad se ha ido imponiendo a la ideología laicista impuesta por las “´élites biempensantes” y la comunidad sunita tiene sus actividades protegidas por la “Diyanet” o Ministerio de Asuntos Religiosos. No así otras minorías religiosas como la otrora muy influyente Iglesia ortodoxa, cuyo principal Patriarcado tiene su sede en Estambul, o la Iglesia católica. Desde la instauración de la República laicista, éstas no gozan de estatuto jurídico alguno: no pueden poseer bienes, estipular contratos, tener empleados, administrar colegios, tener publicaciones y, lo que es más grave, ni siquiera impartir clases de formación religiosa o catequesis. Ante esta vulneración del derecho elemental a la libertad religiosa, paradójicamente en nombre de la “modernidad”, los gobiernos occidentales, más preocupados en cuestiones geoestratégicas, casi siempre han mirado hacia otro lado y lo siguen haciendo.


Es tiempo de que las cosas cambien en Turquía y de que este país se convierta en el primer país musulmán (Líbano es un caso aparte) en reconocer sin trabas a la libertad religiosa y de culto. Eso es lo que opina Otmar Oerhing, responsable del área de derechos humanos de las Obras Misionales Pontificias en Alemania, en una entrevista concedida a la Agencia Fides. Para Oerhing “el reconocimiento legal es fundamental en el marco de las relaciones entre Estado y religión", porque negándolo, "se impide a los miembros de las comunidades religiosas el pleno ejercicio y disfrute de la libertad de culto y de religión”. Es preciso modificar la Constitución y abolir el artículo 101 (párrafo 4) del Código Civil, que prohíbe a las comunidades religiosas el poseer la personalidad jurídica como "fundaciones.

Precisamente ahora que el primer ministro Erdogan quiere reformar la Constitución del país, lo que le resultará más difícil que lo previsto dado el resultado menos favorable de lo deseado en los comicios –pero no imposible–, debería aprovecharse la ocasión para instaurar constitucionalmente el principio de la libertad religiosa. Para ello no estaría de más que los líderes e instituciones europeas condicionen el buen fin de las negociaciones de adhesión de Turquía a la Unión Europea -nunca interrumpidas a pesar del veto francés- al pleno reconocimiento de este principio. Qué gran paso sería para Turquía y la humanidad que este país se convierta, por fin, en el primer país musulmán en reconocer la libertad religiosa de iure y de facto. Esto sí que sería verdadera Alianza de Civilizaciones.