Estas cosas normalmente se leen, pero pocas veces se experimentan de una forma tan viva. Los libros de santos, o de vida espiritual enseñan eso de la edad madura espiritual, en otras palabras, cuando la persona es toda de Dios y movida, -sin ella ser consciente- por el Espíritu Santo. Una persona que sin advertirlo te toca el corazón y te permite experimentar en un momento, de forma honda y sencilla, el amor de Dios.

Carmen es enjuta, se mueve despacio, sonríe sin artificios, dialoga abiertamente, primero comienza la conversación y en algún momento te pregunta: “¿Y tú, cómo te llamas?”.

Andaba yo paseando por un jardín de un monasterio, árboles altos, jardín cuidado y utensilios de los monjes de hierro y madera al paso. Cámara en mano, sacaba fotos.

En esto, veo que lentamente se acerca una anciana, no sé su edad pero ya pasa con mucho de los ochenta años. Poquita cosa, pelo cano, bien peinada, con gafas que no ocultan una mirada azul preciosa y con audífonos en ambos oídos. Sin conocerme de nada, se me acerca, -“¿sacas fotos? Qué bien se está aquí, yo es que vivo al lado y vengo mucho a pasear y a saludar a los monjes”, -“ah, sí, le respondo”-. Típica situación de cortesía y poco más.
 
Se sienta en un poyete que bordea una estatua de la Virgen. Me mira y sonríe. No sé bien por qué me viene la imagen de Jesús sentado en el pozo de Sicar y su encuentro con la samaritana. Seguimos hablando, me cuenta que ella ha conocido el monasterio en ruinas, “fíjate, las verjas de balcones y ventanas estaban por los suelos, las piedras desparramadas, una pena cómo estaba esto. Pero menos mal que hace ya unos años llegaron los hermanos y, cómo lo están dejando todo de bien. Tienen mucho trabajo y son muy buenos”.

De repente, me mira, baja la voz y me dice “¿Te digo una buena foto que puedes sacar?”, -“sí, sí claro” respondo-, pensando que me iba a mandar a algún lugar remoto del inmenso jardín. “Pues mira, el hermano Severino, -que es un artista-, está haciendo un Sagrario precioso, no sabes qué cosa tan bonita, aún no lo ha terminado, se ve que hay algo en la cerradura que no termina de cuajar bien. ¿Tú me sacarías una foto del Sagrario?”. Vengo casi todos los días, a ver cómo va…

Lo que para uno resulta difícil de explicar es el rostro de Carmen y el disfrute contando ‘su secreto’. Esa simplicidad que recuerda fácilmente aquello que nos dice Jesús “de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os lo aseguro, el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc. 10, 1415).

Escucharla, no me impedía maravillarme de esa sencillez, esa forma de hablar del sagrario físico, te hace pensar en qué lugar estará la Eucaristía en su vida. Seguimos hablando, me cuenta de uno y de otro de los monjes. Le pregunto: “¿Severino es con el que yo hablaba antes?” Y me dice: “no, ese es José Ignacio, que es el Prior. Uy, yo le conozco hace mucho, pero es un crío todavía, si hasta estuve en su profesión allá en Santa María de Huertas”.

Pensar en Carmen, y en los miles de ‘Cármenes’ que habrá por el mundo, me lleva a rememorar a ‘Los necesarios’, a predisponerme a Pentecostés y a llamar a la puerta de la esperanza. Posicionarme para recibir Pentecostés porque eso que escuchamos de los frutos del Espíritu Santo: Benignidad, alegría, mansedumbre, alegría, paz, paciencia… creo afirmar que lo he visto encarnado en Carmen. Y llamar a la puerta de la esperanza porque igual algún día esos frutos también me alcancen.

En nuestra breve y encantadora conversación, me dice: “me acuerdo aún de lo que le dijo el Abad aquel a José Ignacio cuando su procesión…, qué bonito, qué palabras, a ver, a ver…” –se queda pensando, de repente se le había ido la idea de lo que quería decirme- “vaya, pues no me viene”. Una ligera impaciencia comenzaba a asomarme… “ah, sí, uy lo tengo escrito en tantos sitios, era tan bonito…, - me mira fija y amablemente- ¡pues no me acuerdo!, pero es ¿sabes? … ¡Ah, sí, que Dios es amor, que te ama totalmente, ¡nos ama!... pero bueno –sonriendo- el abad aquel lo decía mucho mejor”.

Y ahí llega la gracia, los ojos de Carmen con un brillo especial y los míos estremecidos y emocionados. Lo que sabes, lo que rezas, lo que llevas en el corazón, con Carmen se constata en un momento, qué libertad y llaneza en Dios.

Y así he conocido a Carmen, una mujer llena de Dios que sin ella saberlo le transmite totalmente. En su vida no hay prisa, le duele el pie mucho y te lo cuenta, pero alegremente resignada; su familia se había ido a pasar el día de excursión, y ella se va contenta a pasear por el monasterio de sus amigos los monjes. Le da palique con sencillez y alegría a una desconocida que sin ella saberlo, espera volver a verla. Un remanso de paz, una persona de esas necesarias en el mundo, que nos dan la esperanza de llegar algún día a dejar que Dios sea el que nos posea.

Ya despidiéndonos me pregunta, bueno, ¿y tú, cómo te llamas? Le digo: Paloma. “Ah, mira – abriéndose la chaquetilla de lana y de nuevo sonriendo – aquí llevo yo otra paloma…”. Me muestra un simple pin de metal en su blusa, la paloma que simboliza al Espíritu Santo.