Treinta años, un arco enorme para la historia de Europa, aunque hayan pasado en un suspiro. Hace treinta años Stefan Wyszynski, heroico Primado de Polonia, entregaba su alma a Dios sin conocer cuál sería el destino de su patria y de Europa entera. Horas antes había conversado por teléfono con su amigo y hermano Karol Wojtyla, también ingresado en el hospital tras el atentado de Alí Agca. "Bendíceme padre", le pidió con la voz entrecortada. Ambos sabían que el destino del mundo estaba en buenas manos, aunque aparentemente todo parecía derrumbarse.
Polonia entera le lloró con un llanto largo y profundo. Aquel hombre había sido el padre de la nación en las horas oscuras, había representado no sólo la resistencia frente al totalitarismo, sino la demostración de que a pesar de la carcasa del poder comunista, la sociedad polaca podía seguir viviendo de su tradición cristiana. Podría decirse que Wyszynski es uno de esos hombres que la Providencia de Dios hace surgir en el momento justo para mantener la esperanza en tiempos de oscuridad. Era recio de cuerpo y de alma, de apariencia severa pero con una secreta dulzura, siempre atento a los problemas sociales, fuertemente anclado en la tradición pero abierto a los cambios necesarios. Durante la ocupación nazi hubo de burlar a la Gestapo y durante el levantamiento de Varsovia actuó como capellán de los insurgentes. A los 47 años Pío XII le elige como nuevo Primado de una Polonia bajo control directo de la URSS.
Comienza entonces una historia quizás única. Con una mezcla de firmeza y flexibilidad, de resistencia y creatividad, Wyszynski logra el milagro de una Iglesia que se mantiene viva y pujante en un país gobernado por los comunistas. Ellos mantienen todos los resortes del poder: las leyes, la planificación, el aparato de la represión. Pero la Iglesia mantiene viva el alma cristiana de la nación, su vínculo con el pueblo esquiva y supera el dogal de la ideología, la asfixiante malla del nuevo poder totalitario. Hay periodos de tranquilidad y otros de confrontación abierta. Tras los primeros tanteos, en 1953, el Primado Wyszynski es arrestado con nocturnidad y trasladado a diversas prisiones. Durante tres años el régimen tratará por todos los medios de desembarazarse de este incómodo antagonista, con amenazas y zalamerías, ofreciendo un catálogo de falsas salidas que el Primado descartará una por una, serenamente.
Aquellos tres años en que se le impidió realizar su misión han quedado plasmados en el singular Diario de la cárcel (BAC Popular). En ese diario se nos desvela la angustia y la debilidad de un hombre que sin embargo, confía toda su suerte en manos de Dios. Así hemos sabido que bajo su coraza, el Primado Wyszynski temió ser sometido a tortura, o peor aún, temió una operación de descrédito como las que sufrieron otros obispos cardenales en los países del Este, con el fin de separarlo de su pueblo. Pero Polonia era distinta también en esto, y los títeres de Moscú temían más a su prisionero de lo que éste pudo temer su violencia y sus mentiras. Y así en 1956 el Primado volvía a instalarse en su sede y a recuperar la plenitud de sus funciones sin haber renunciado a nada.
Tuve el privilegio de contemplar la devoción del pueblo polaco por Stefan Wyszynski a las puertas del Santuario de Czhestokowa, cuando caía la noche. Una estatua de mármol negro le representa arrodillado en oración, frente a una llanura inmensa, la misma que ha visto durante los siglos abatirse a innumerables ejércitos que pretendían no sólo conquistar Polonia, sino extirpar su fibra católica. Hasta allí llegaban campesinas y estudiantes, ancianos arrugados y jóvenes de la nueva época, marcada por las libertades políticas y la tentación de un nuevo escepticismo; llegaban a centenares, a cualquier hora, para dejar flores y velas encendidas. Y así, como un hogar cálido en medio de la noche, la memoria de Wyszynski alumbra la peregrinación de su pueblo hasta los pies de la Madre de Jasna Gora, ante la cual el Primado depositó en su día los Juramentos de fidelidad que expresaban la conciencia de los católicos polacos. Esa conciencia que había de dar al mundo y a la Iglesia al primer Papa eslavo de la historia, y con él un giro decisivo y providencial, como ha subrayado Benedicto XVI.
Treinta años después, cuánto ha cambiado Europa. No sé muy bien qué podrá significar una figura como la de Stefan Wyszynski para los líderes políticos de esta hora (tan raquíticos), para los grandes medios de comunicación (tan banales), para los jóvenes que campan entre la apatía y la protesta. Pero sé que no es sólo el testigo de una época dramática a la vez que hermosa. No es un héroe que se introduce en la leyenda. Al menos para la Iglesia no: él es una comprobación palpable de lo que Dios puede hacer con la frágil hechura de los hombres. Es la verificación de la fe que vence al mundo, no con la violencia y la imposición, sino a través del sufrimiento y el amor. Como escribió el 4 de octubre de 1956: "el futuro no es de quienes odian sino de quienes aman, la misión de la Iglesia en este mundo está lejos de cumplirse, por lo que llama sus servidores a sufrir pruebas y emprender nuevas acciones". Dicho como para ahora mismo.