Ayer me preguntaron a bocajarro si pensaba que Tomás Moro había fracasado o triunfado. Habíamos terminado de ver la película Un hombre para la eternidad, así que teníamos ante nuestros ojos –todavía palpitante– la escena del cadalso.

A los ojos de los presentes esa mañana del 6 de julio de 1535, el fracaso de Moro caía de cajón. Lo había sido todo en Inglaterra, sólo el rey por encima, y ahora lo decapitaban, y por una aparente cabezonería y, por tanto, casi con justicia poética. Además, lo desmembraban, sometiendo las partes a oprobio público. Para muchos, era inconcebible que no hubiese dado capricho a Enrique VIII en una cosa tan tonta como echar una firma de nada en el Acta de Supremacía. Fracaso, pues, por todo lo alto.

Con el correr de los años, sin embargo, su éxito fue sacando la cabeza.

Unánimemente se le considera un héroe de la libertad de conciencia. Para la Iglesia católica, es un santo. Y hasta la Iglesia Anglicana, cuyo fundador mandó decapitarlo, lo celebra en su santoral, con un asombroso giro de cintura. Como escritor, Moro es un clásico. Utopía, que he releído, es una fiesta de originalidad, inteligencia y humor; sus epigramas están muy bien, sus cartas a su hija son una cumbre de la literatura moral y familiar, valga la redundancia, y La agonía de Cristo es una meditación inolvidable. A los ojos de la posteridad ha triunfado.

Aunque puede que los años sigan corriendo y que, entre los cristianos, deje de admirarse la resistencia al poder, y menos por sostener la indisolubilidad del matrimonio o por salvaguardar la unidad de la Iglesia. Tal como vamos, cabe que algunos empiecen a pensar que Moro era un exagerado, un fanático y un agrio. También parece que la gente cada vez lee menos y podríamos ver a algunos escandalizarse de oír a hablar de un tal Tomás Moro y nos lo quieran llamar Tomás Migrante. Quiero decir que se le puede olvidar o, todavía peor, despreciar su valor, su fe, su amor a los clásicos y su sentido del humor.

Su triunfo o su fracaso, por tanto, no estriban en el éxito, porque el éxito es una veleta que depende de mil circunstancias externas y volubles. A sir Thomas More no le importaba nada, porque, si hubiese buscado el éxito social o mundano, se habría puesto perfectamente de perfil. Sólo le importó actuar de acuerdo con su conciencia, sin miedo y sin aspavientos. Y no hay un triunfo mayor porque, en última instancia, no hay otro.

Publicado en Diario de Cádiz.