Hace poco he leído las páginas referentes al nacimiento de Cristo del libro de Benedicto XVI La infancia de Jesús, en las que el Papa emérito hace una interpretación en relación al contexto histórico político en que el hecho ocurrió.
Jesús nació en tiempos del emperador Octavio Augusto. El censo ordenado por éste y que obligó a José y María a trasladarse a Belén cuando se cumplía el tiempo de dar a luz es manifestación del contexto histórico: “Por primera vez se empadrona al mundo entero, a la ecúmene en su totalidad. Por primera vez hay un gobierno y un reino que abarca el orbe. Y por primera vez hay una gran área pacificada donde se registran los bienes de todos y se ponen al servicio de la comunidad”.
Por lo mismo, Augusto no es un gobernante como otros. Ni siquiera es sólo el gran emperador de Roma. En el 27 a.C. el senado romano le había otorgado el título de “adorable”, es decir, lo había divinizado. Más tarde, el Ara Pacis Augusti, cuya construcción comenzó el año 13 a.C., testimonió “cómo la paz universal, que él aseguraba por un cierto tiempo, permitía a la gente dar un profundo suspiro de alivio y esperanza”. Y luego, en el año 9 a.C., “la inscripción de Priene (ciudad de Jonia, actual Turquía) nos muestra cómo quiso él que lo vieran y lo comprendieran”: presenta a Augusto como un enviado de la divinidad para la salvación de los hombres por lo que “el día de su natalicio debe comenzar un nuevo cómputo del tiempo”. De este modo la figura de Augusto era asociada a dos características: portador de paz y universalidad: había nacido para implantar la paz en todo el mundo, por tanto “no solamente era visto como político, sino como una figura teológica”. Cuando nace Jesús ‒aproximadamente el año 6 a.C.‒ ya existe en el mundo un dios hombre que con su reinado ha instaurado la paz dando inicio a una nueva era en la historia de la humanidad.
Este interesante paralelo histórico entre Augusto y Jesús me llevó a realizar, por mi cuenta, algunas reflexiones que quisiera compartir con usted, estimado lector.
La presencia de César Augusto fue corta: murió el 14 d.C., cuando Jesús tenía unos 20 años. Le sucedieron emperadores que por un tiempo sostuvieron su obra política, pero el Imperio terminó por caer: en 410 los godos saquearon Roma y en poco tiempo las carreteras, puentes, acueductos y demás obras magníficas que los romanos desperdigaron por los territorios del Imperio estaban en desuso y se habían convertido en mudos testigos de un esplendor pasajero. ¡Cuán ingenuos debieron sentirse los contemporáneos de Octavio, que en su momento lo miraron como un dios, al contemplar, desde ultratumba, los restos de su civilización! Pero no los culpemos: juzgaban según las categorías conceptuales de que disponían y con referencia a un pasado reciente caracterizado por el salvajismo y la barbarie, al lado del cual la civilización romana era un innegable progreso, y no tenían cómo saber que el Portador de la verdadera Paz no estaba en la capital del Imperio sino en una región apartada del mismo.
Hoy, al igual que ayer, los hombres anhelamos la paz, aunque no todos ‒me atrevo a decir la mayoría‒ entiendan plenamente en qué consiste. Muchos creen, como lo creyeron los súbditos de Augusto, que se encuentra en un orden social desprovisto de conflictos a la vez que repleto de bienes que aseguren el bienestar físico. Por eso parece que hoy Jesús está demás. ¿Para qué lo necesitamos? Si alguna vez su doctrina y su presencia sacramental en la Iglesia católica pudieron haber servido de cimiento para una sociedad civilizada, ya no. Hoy existe un orden mundial inspirado en la democracia y los derechos humanos que, al menos en Occidente, permite una existencia “feliz”… si por feliz entendemos bienestar y ausencia de dolor. El poder político, que antiguamente era encarnado por la persona del emperador, hoy lo es por los “Estado-Nación” y las instancias de coordinación entre ellos, los que se encargan de que nuestras necesidades inmediatas sean satisfechas (la “ideología de los derechos”). Y si bien es cierto que este orden no alcanza a todo el planeta, pareciera que su avance es inexorable y que es cosa de tiempo para que los bárbaros de fuera lo acepten y, si no lo hacen, peor para ellos. Así que podemos estar tranquilos pues la paz ya llegó: fue decretada por Fukuyama hace unos 25 años al afirmar que el triunfo de la democracia liberal marcaba el “fin de la historia”. Los habitantes del nuevo orden mundial podemos entregarnos a nuestros placeres pues lo mejor que nos puede ofrecer la existencia ya está a nuestra disposición.
Entonces, ¿Jesús está de más? La respuesta la encontramos retomando el análisis de Benedicto. En primer lugar, “la pax Christi no está necesariamente en contraste con la pax Augusti”. Un orden social justo es un bien objetivo para los hombres y el cristianismo en ningún caso nos llama a desentendernos de su construcción, por el contrario, nos anima a trabajar por él. Segundo, “la paz de Cristo supera la paz de Augusto, como el cielo está muy por encima de la tierra”: por más perfecto que resulte el orden político, nunca podrá saciar las ansias de felicidad del alma humana; un orden político justo es necesario para el desarrollo humano, y efectivamente el Imperio romano supuso un progreso al generar paz y estabilidad pero ‒continúa Benedicto‒ “el reino anunciado por Jesús es de carácter diferente… Concierne al hombre en la profundidad de su ser; lo abre hacia el verdadero Dios. La paz de Jesús es una paz que el hombre no puede dar”; en palabras de San Agustín, “nos has hecho para Ti y nuestra alma estará inquieta mientras no descanse en Ti”. Por lo mismo ‒y en tercer lugar‒ poner la esperanza en el orden político ‒en el mundo‒ es una forma de idolatría: “Cuando el emperador se diviniza y reivindica cualidades divinas, la política sobrepasa sus propios límites y promete lo que no puede cumplir”.
No nos engañemos: Jesús no está de más. Hoy, como ayer y como siempre, le es absolutamente necesario al hombre. Aún en el muy improbable caso de que la democracia y los derechos humanos lograran cuajar en un orden social estable poniendo a nuestra disposición las soluciones a nuestras carencias terrenas, seguiremos siendo pobres y nuestra existencia seguirá careciendo de la verdadera Paz. La verdadera y definitiva salvación hemos de buscarla no en el mundo sino en ese Hombre (“He aquí al Hombre” proclamó Pilato, representante del sucesor de Octavio ya muerto éste) que se nos presenta como un Niño recién nacido invitándonos a que lo adoremos. Roma y la paz de Augusto pasaron, la democracia y los derechos humanos pasarán, el cielo y la Tierra pasarán, pero las palabras de ese Niño no pasarán.