Los niños que ahora mismo tienen entre 10 y 13 años son la primera generación de usuarios nativos de ipads y iphones. Todavía no han llegado a la adolescencia (esa que cada vez llega antes, acortando la infancia, pero se alarga más de la cuenta), así que al menos mis hijos todavía no tienen móvil, pero de algún modo siento que la tecnología ha empañado una parte de su infancia. Sí, podéis venir todos los “optimistas tecnológicos” a decirme que la red ofrece mil contenidos interesantes con los que mis hijos se han enriquecido e incluso formado, que se han comunicado a través de la pantalla del ipad con familiares que viven muy lejos, que tienen una destreza admirable al manejar los dichosos dispositivos, etc. Como madre, siento que el tiempo que pasa un niño frente a una pantalla es casi siempre tiempo perdido. Tiempo de infancia, de algún modo, robado o acortado.
La ya llamada Disrupción Tecnológica es una auténtica revolución social y económica por la coincidencia en el tiempo de avances tecnológicos como la inteligencia artificial, Internet, la conectividad móvil, la nube, la robótica, etc, etc. “Disrupción” significa “ruptura brusca” y la brusquedad, que yo sepa, no suele ser buena. Es decir, estamos viviendo un momento de brusco cambio histórico. Pero precisamente esa conciencia de estar asistiendo a un proceso profundo de transformación social me hace estar alerta y no tener ninguna prisa por que mis hijos se suban a esa rueda, en la que es evidente que no todo son ventajas y para la que todavía no hay un código ético mínimamente claro. Protejamos la infancia y la inocencia. No cultivando hijos como raquíticos bonsáis con miedo a la vida, sino árboles fuertes bien enraizados en la realidad que pueden así capear sin desmoronarse los vientos cambiantes de la engañosa realidad virtual.
La tecnología está empobreciendo la calidad de la comunicación y de las relaciones humanas. Las pantallas de dos dimensiones siempre serán versiones inferiores del mundo real al que representan. A mí, el archicomentado y reído gesto de la niña que sigue pasando el dedo sobre el libro y se sorprende cuando la imagen permanece inmóvil me da pena.
A estas alturas, todos sabemos que en Silicon Valley crían a sus hijos sin tecnología pero sirven barra libre tecnológica al resto de la infancia. Steve Jobs (Apple) y Bill Gates (Microsoft) limitaron el acceso de sus hijos a los productos que ellos mismos crearon y así lo confesaron abiertamente en numerosas entrevistas. Bill Gates no dio el móvil a sus hijos hasta los 14 años (hoy en día la edad promedio de inicio es 10-11 años) y habló abiertamente de la adicción a un videojuego concreto que desarrolló uno de sus hijos. Steve Jobs prohibió a sus hijos el acceso al recién lanzado ipad.
Y ahora, hablemos del Fortnite antes de que nos devore. Fortnite es el juego 'on line' de moda, que ha disparado las alertas de padres y educadores en plataformas como Change.org, que piden prohibirlo por su potencial altamente adictivo.
Como en casi todas las casas, en la nuestra entre semana no juegan, y durante el fin de semana el tiempo está muy limitado, pero el ansia con el que lo cogen y la frustración con la que lo dejan es inquietante. Aunque tengan claro su tiempo de juego antes de empezar, al terminar inevitablemente lo comparan con el tiempo que llevan sus amigos. En el histórico se puede ver cómo algunos de sus amigos llevan más de tres horas seguidas jugando… Es la única ventaja que le veo. Ese contador del tiempo de juego implica cierto control entre unos y otros, haciéndose patente entre ellos quién está más enganchado… ¡porque enganchados están todos!
Todos llevamos dentro un adicto en potencia. Si no es al móvil, será a las compras, al alcohol, a las pastillas para dormir o incluso al ejercicio físico. Pero las adicciones tecnológicas son nuevas y parece que es difícil resistirse a ellas. Además, los niños son especialmente vulnerables a las adicciones porque todavía carecen del autocontrol propio de la vida adulta, que evita generar hábitos adictivos. El número de yonquis tecnológicos es ya tan alto que la OMS trata la adicción a los videojuegos y al móvil como un trastorno que deteriora gravemente las relaciones familiares y la vida del adicto.
¿Habéis jugado a Fortnite con vuestros hijos? Probadlo. Asusta. Es prácticamente imposible para ellos resistirse a su magnetismo. Supervivencia y muerte, construcción y destrucción, a un ritmo enloquecedor en un mundo abierto. No es muy estratégico, por más que los productores digan lo contrario. Es sencillo y lleno de gratificaciones inmediatas. De acuerdo, no hay sangre, pero es muy violento. Hay construcción, pero hay mucha más destrucción. Además, tiene el aliciente de que pueden jugar on line e incluso chatear con sus amigos durante la partida. Y de paso con cualquier desconocido… Spielberg lo anticipaba en Ready Player One. Una sociedad hastiada que encuentra refugio en la realidad virtual de los videojuegos. No estamos tan lejos.
Es simple: padres, debemos librar esta batalla ayudándonos unos a otros con criterios similares. Algunos dirán que no les dejan jugar y que el Fortnite no entra en su casa. Muy respetable. En mi casa, sí juegan porque el 95% de sus amigos juegan y creo que hay que “fluir” algo con ellos y no educar a base de prohibiciones, condenándoles al ostracismo tecnológico, que hoy día es aislamiento social. Pero visto el potencial altísimamente adictivo de este videojuego me parece muy respetable y sensata la primera opción.
¿Cómo mitigar los efectos nocivos sobre nuestros hijos de la tecnología? Hay cientos de contenidos bienintencionados en la red para tratar de coser la brecha digital que separa a los padres de sus pequeños “nativos digitales”. Pero veo que van pasando los años, y mientras los padres hacen confusos remiendos en la dichosa brecha, sus hijos se dedican a jugar al Fortnite y a subir fotos a Instagram insaciables de “me gustas” y “jajaja”.
Según Adam Alter, psicólogo y profesor de la universidad de Nueva York, autor del bestseller Irresistible: the rise of addictive technology and the business of keeping us hooked [Irresistibe: el auge de la tecnología adictiva y el negocio de mantenernos enganchados], la comunicación de los adolescentes a través de las redes y el uso indiscriminado de los videojuegos es un camino directo a la angustia y a la destrucción de su creatividad y sus relaciones. Whatsapp es la peor escuela posible de comunicación porque no aprenden, entre otras cosas, las pistas que da el lenguaje no verbal. La comunicación cara a cara es la única en la que se aprende empatía, al ver el efecto que tus palabras tienen en los demás. En su libro analiza pormenorizadamente los ingredientes con que debe contar un videojuego o red social para convertirse en una experiencia altamente adictiva: velocidad, interacción social virtual, suspense, pequeñas dosis de feedback positivo, intensificación, etc. Por si alguien se anima a leerlo, lo más interesante lo encontré en el capítulo titulado “Atajar las adicciones desde la cuna”.
En este contexto de ausencia total de criterios éticos en el diseño de los videojuegos, debería ensalzarse más la renuncia pública de algunos programadores a sus propias creaciones, tras comprobar que son más adictivas que las anfetaminas y que han arruinado la vida a muchos jóvenes.
Así, Dong Nguyen, desarrollador de juegos vietnamita, ha retirado del mercado su Flappy Bird, que llegó a ser la aplicación gratuita más descargada de la tienda on line de Apple, tras tuitear lo siguiente: “Lo siento, usuarios de Flappy Bird. Dentro de veintidós horas retiraré Flappy Bird. No lo soporto más. No tiene nada que ver con asuntos legales. Simplemente, no es ético seguir manteniéndolo”. Nguyen cumplió su palabra y se centró en el siguiente proyecto: el diseño de un videojuego que no fuera adictivo, para lo cual debía ser más complejo, con menos inmediatez y más dificultad, más lento, alargando la relación entre acción y resultado. Es decir, el esfuerzo intelectual y la lentitud no son amigos de la adicción.
Mientras pedimos que retiren los videojuegos con altísimo potencial adictivo y que se apruebe una mínima regulación en este sentido, nuestros hijos están expuestos a ellos. No hay grandes recetas. Limitar frente a prohibir y no dejarles solos sino acompañarles. Es básico transmitir, antes de empezar, el tiempo que pueden jugar, en lugar de cortarles de pronto y de mal humor cuando ya llevan demasiado. Al terminar el tiempo marcado, que ellos deben controlar con su reloj, si no apagan y deciden jugar más de la cuenta o se quedan atontados y se les pasa el tiempo, ese tiempo extra (que yo sí controlo) se les descuenta del día siguiente. Se trata de que aprendan a regularse más que vivirlo como una imposición externa. Otra cosa que hago últimamente y creo que es buena, es sentarme a leer a su lado mientras juegan. El ruido y la imagen son desagradables, pero para ellos soy el anclaje con la realidad. De vez en cuanto les comento algo y suelen responder encantados de que me interese. Sí, sorprendente. Yo esperaba un bufido, pero no les molesta que les pregunte.
No pretendo dar recetas porque soy muchas veces la más desconcertada de las madres. No me gusta el Fortnite. No le encuentro nada bueno. Hay otros videojuegos que me parecen creativos, como el Minecraft, o menos dañinos, como el cansino FIFA o el NBA. No les dejemos solos librando la batalla contra el Fortnite, porque es demasiado para ellos. No están batallando con el Tetris o el Super Mario Bros, como nos tocó a sus padres, sino con el que es ya el videojuego más adictivo de la historia. No es sobreprotección sino sentido común. En muchos otros ámbitos de la vida, he dado a mis hijos bastante autonomía y libertad desde pequeños. Me parece mucho menos peligroso, por ejemplo, que se muevan solos por la ciudad (es segura y pequeña), que dejar que se adentren solos en el mundo virtual, infinitamente más peligroso aunque lo hagan sin salir de casa.