Vaya temita más baladí. Pretender establecer alguna conclusión más o menos válida en este enconado debate científico mediante un artículo de quinientas palabras aproximadamente, no deja de ser de una osadía inconmensurable por mi parte, que no paso de ser un escriba de lo cotidiano. No obstante acabo de leer un librito pequeño por su extensión pero profundo por su densidad titulado Dios existe (Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2011), del teólogo José Antonio Sayés, y no resisto la tentación de referirme a alguna de sus reflexiones, que en el fondo contienen la dicotomía con que titulo mi colaboración de hoy.
El evolucionismo, defendido por Darwin a mediados del siglo XIX con su obra El origen de las especies, lo convirtieron los materialistas radicales en el cañón Berta que debía destruir la teoría creacionista de la Biblia, y así se enseña en las escuelas seguramente del mundo entero como dogma de fe irrefutable. Si la Biblia estaba equivocada, significaría que la religión vendría a ser falsa desde sus mismos orígenes. O, acaso más propiamente, una colección de mitos que el hombre necesita para amortiguar sus ansiedades más profundas.
Sin embargo Sayés aporta, en esta obrita, razonamientos y pruebas muy de peso, que demuestran, como poco, que las cosas no son tan simples y claras como quieren hacer ver los evolucionistas. Pensar que la inmensa maravilla que es la naturaleza, el infinito número de seres vivos que pueblan la tierra, los mares y los cielos, cada uno con su función específica, la misma perfección del ser humano ha sido, todo ello, obra del azar, de la casualidad, de un proceso eventual, accidental, caprichoso, no parece que resulte fácil de asimilar. El caos de un universo sin orden ni concierto dejado al albur, de pronto, por arte de magia, se convierte en una evolución extremadamente compleja, portentosa y armoniosa, cuyo culmen es el hombre –el hombre y la mujer, faltaría más-, la obra más perfecta de la naturaleza. ¿Todo ese ingente y maravilloso concierto, se ha dado, así, por las buenas, sin un director de orquesta? Si en sus inicios hubo una explosión primigenia, el Big Bang, origen del universo, tuvo que ser porque había algo que explotara. La nada no explota. Entonces ¿qué podía haber en el vacío? Luego si había algo en el vacío, ya no podía estar vacío. ¿Acaso lo llenaba el espíritu creador de Dios?
Todos los seres del mundo son contingentes y, por lo tanto, necesitan de otros seres que les preceden para darles la existencia. El mundo mismo, el universo, es contingente, porque nadie ni nada se engendra ni crea a sí mismo. Todo lo que comienza a existir es contingente pues recibe de otro la razón de su existencia. Todo lo que termina es también contingente, pues si tuviera en sí la razón de su existencia, no dejaría de existir. En consecuencia, las plantas, los animales y el propio hombre son contingentes. Todo el mundo es contingente, por el hecho, nunca negado por la ciencia, de que es finito. En ese caso, ¿cuál fue el primer ser que no debía su existencia a otro ser y, sin embargo, tenía poder para iniciar la cadena de la existencia?
El evolucionismo mismo, en la medida que se atiene, que se rige, que “evoluciona” de acuerdo con sus propias pautas, por las leyes naturales que le son inherentes, supone que alguien estableció estas normas, que alguien creó esas reglas, que un ser necesario que no debe a nadie su existencia (por tanto no es contingente), dio al proceso la pauta a seguir, la hoja de ruta de su evolución, el trazado de su camino. En definitiva, no podemos explicarnos el evolucionismo sin un principio creador, sin un inicio creativo que le dio origen, ¿estará ahí tal vez la mano de Dios?
Finalmente no se tiene constancia empírica alguna de que ningún ser de una especie se haya transformado en un ser de otra de especie distinta. Se puede teorizar cuanto se quiera sobre los cambios registrados en el mundo y el universo en períodos originarios o remotísimos, pero las pruebas irrefutables que lo avalen no existen. Los hombres desde sus mismos orígenes, sólo engendran hombres, más o menos evolucionados, aseaditos y pulidos, pero hombres. De la misma manera, todas los demás seres de la naturaleza. Ya sé que hay teorías que a los seres humanos nos hacen descender de los monos, y que hay muchos que a pesar de su aspecto externo dicen creérselo. Bueno, allá ellos. Personalmente prefiero creer que Dios, además de nuestros padres, sigue estando en el puente de mando de la acción creadora. Mi sentido de la dignidad humana, no me permite pensar de otro modo. En todo caso, es mucho más gratificante sentirse hijo de Dios que nieto de orangutanes.