Sólo quien está de verdad a su lado y se apresta a tender la mano, sin escatimar esfuerzos ni fatigas, es capaz de devolver la esperanza y darle calor. Se aproxima la Jornada Mundial de la Juventud: sólo faltan cien días. Una gran esperanza nos anima a muchos. Dios derramará abundantemente su gracia y sus múltiples dones, no sólo para los que participen físicamente en ella, sino también sobre esa multitud ingente de jóvenes de todo el mundo que no vendrán, y, en particular, sobre los de España. Ellos necesitan de este encuentro en que se abrirán puertas y caminos de futuro.
Nuestros jóvenes en España, que son siempre esperanza, atraviesan, sin embargo, una situación nada fácil y no exenta de sufrimientos. Por ejemplo, les duele y nos duele muchísimo a todos, el que tantos jóvenes no tienen un puesto laboral ni un horizonte de trabajo estable. Es verdad que no todo en la vida se cifra en un puesto laboral; pero éste es tan importante para la persona, tan fundamental para su realización, tan básico para su lugar en la sociedad. Se comprende las repercusiones y repercusiones que esto tiene, la desesperanza que origina y la quiebra humana que reporta. El clima que esta situación genera se transforma en una subcultura de decepción y alimenta un ambiente de falta de sentido y razones para vivir, hasta de conflicto y violencia. Pero las dificultades no vienen solas. Los jóvenes viven inmersos en una sociedad, en una cultura y en un ambiente que no les favorece en modo alguno, sino todo lo contrario. Desde el imperante relativismo, la permisividad y la libertad omnímoda y sin norte como forma de vivir y pensar que respiramos, la quiebra moral y de humanidad que padecemos, la fortísima secularización, el vivir sin Dios y como en un eclipse de Él que lleva a un vivir un ambiente cerrado y sin capacidad de futuro, las ansias de tener y poder que dominan las relaciones con el mundo y con los otros, el bienestar a toda costa y el hedonismo, la creciente hipersensualidad y el goce efímero o el pansexualismo como formas de vida degradantes, las nuevas y potentes ideologías tan insidiosas como destructivas: todo eso pesa sobre la juventud, que se encuentra inerme ante tanto desafío, sin que, con decisión y responsabilidad, se le ofrezcan las ayudas que necesitan.
Creo que no soy pesimista, ni exagerado, con estas afirmaciones. Es preciso ser realistas; los hechos son lo que son. Es preciso comprender que los jóvenes lo tienen muy difícil, para, así, estar con ellos y no pasar de largo, como tantos otros pasaron de largo ante el herido y maltrecho tirado al borde del camino de la parábola del Buen Samaritano, del Evangelio. Sólo quien se acerca al herido y despojado, lo ayuda y lo remedia, sabe bien lo que le pasa; sólo quien está de verdad a su lado y se apresta a tender la mano, sin escatimar esfuerzos ni fatigas, es capaz de devolver la esperanza y darle calor y cobijo de hogar. Los jóvenes, como aquellos que andaban como «ovejas sin pastor», necesitan hoy sentir el apoyo real, sincero y verdadero, cercanía y solidaridad afectiva y efectiva, real compañía de gentes y guías que hagan el camino con ellos y les levanten el ánimo; ellos necesitan voces, mejor, la voz amiga, confidente, que les dice: «¡Levantaos, vamos, poneos en camino, andad adelante!»; porque ciertamente es posible, es necesario y urgente que las cosas cambien, que se reemprenda o se rehaga el camino hacia lo verdaderamente nuevo, y que hay para ellos una auténtica y real esperanza que se cumple.
La Jornada Mundial de la Juventud estimo que es una gran oportunidad que Dios les ofrece y nos ofrece en estos momentos precisos –más aún después de la beatificación del Papa Juan Pablo II, el «Papa de los Jóvenes»– para ofrecerles esa Palabra amiga. No trato de llevar el agua a mi molino, sino al de ellos: porque es a Cristo a quien buscan, a quien necesitan, quien les puede dar vida eterna y las fuerzas para rehacer una realidad nueva donde ellos recobren la esperanza y trabajen por ese mundo y cultura nuevos, maravilloso, que no es una quimera ni una fantasía, el que sólo se puede edificar sobre Cristo, pero que él ha prometido, y es posible, ya ha comenzado.
Quisiera acabar con unas palabras de un viejo obispo, pero con corazón de joven, D. Antonio Palenzuela Velázquez: «Ha muerto la aventura en el corazón del hombre de hoy. Nada maravilloso le aguarda ni nada maravilloso espera. El cálculo de todo se adelanta al asombro. Pero al joven puede quedarle aún la voluntad de aventura y capacidad para un renovado asombro. A muchos adultos nos inquieta nuestra incapacidad para acercarnos a los jóvenes confiadamente y sin pretensiones, y presentarles a Cristo tal como fue en el pasado y tal como hoy es. Estamos seguros de que si lo hiciéramos sin recelos ni condenas, con cariño y gratuitamente, bastantes jóvenes encontrarían en Cristo: «El Camino, la Verdad y la Vida». Cristo, el Resucitado para no morir jamás, ofrece al joven razones y motivos para vivir su vida como una aventura maravillosa y promesas para poder esperar una vida colmada siempre joven. Nos duele a muchos no hacerles presente al Resucitado, Jesucristo, como Él es». Como lo hizo Juan Pablo II, como lo está haciendo el Papa Benedicto XVI. Aquí está la real esperanza que la multitud de jóvenes, en España, reclaman y están aguardando como centinelas del mañana.