El domingo anterior, los católicos del mundo entero vivimos con especial intensidad y fervor la beatificación del Papa Juan Pablo II el grande, el itinerante, el doliente, el andariego universal a pesar de sus dolencias. Nunca un testigo de Dios exaltado a los altares, había suscitado tanta devoción general y tanta presencia de peregrinos en Roma. Pero me pregunto, ¿peregrinos o romeros?
Los medios o instrumentos informativos (y no los “mass” media o simplemente “medias”, medias y no calzas, que repiten como loros los redichos y malos escribas), los medios informativos, decía, reiteraban hasta la saciedad eso de los peregrinos, la muchedumbre de peregrinos que habían acudido a Roma, desde los más insólitos lugares, para estar presentes en tan solemne y emotiva ceremonia.
Sin embargo hubo un tiempo, ya remoto, en que los penitentes que acudían a Roma para alcanzar la remisión de sus pecados o asistir a la elevación de algún clérigo de su particular afecto a la cátedra de San Pedro, no eran llamados peregrinos, sino romeros, es decir, los que a Roma iban y de Roma volvían.
El término peregrino se reservaba para quienes acudían a Santiago de Compostela a venerar al Hijo del trueno, al “santo adalid patrón de las Españas, amigo del Señor” en su tumba del fin del mundo. De igual manera recibían el nombre de palmeros los que encaminaban sus pasos a Tierra Santa para recorrer las huellas físicas de Jesús de Nazaret, el Crucificado, el Redentor. En la Edad Media, Jerusalén, Roma y Santiago, eran los tres grandes focos de espiritualidad del orbe cristiano, como lo siguen siendo hoy en día.
A los palmeros se los llamó así porque portaban –llevaban o traían- ramas de palma, como si celebraran un Domingo de Ramos permanente, que ya puestos en plan pejiguera más que purista, habría que llamarlo Domingo de Ramas, porque son ramas y no ramos lo que llevamos los feligreses en ese domingo que abre la Semana de Pasión o Semana Santa. Los peregrinos, a su vez, solían ataviarse, y todavía hay muchos que lo hacen ahora, con el sombrero de ala ancha, doblado en la frente, la esclavina y el bordón, cubiertos de conchas que expresan su condición de penitentes compostelanos. En cambio, de los romeros, no me consta que fueran reconocibles por algún distintivo externo especial.
Estos términos y símbolos concretos que denotaban la condición especial de los distintos penitentes que seguían los caminos de los grandes santuarios de la fe, hoy han perdido su significado específico, en parte por la mezcla de términos y conceptos, o acaso, por el empobrecimiento del lenguaje, cada vez más reducido y plagado de barbarismos de origen anglosajón. De cualquier modo, limitar las expresiones romería y romero únicamente a quienes se encaminan a Roma por motivos religiosos, sería hoy poco entendible. Las romerías son un patrimonio espiritual de muchas poblaciones que con motivo de las fiestas patronales u otras de fervor popular, celebran procesiones a la ermita o santuario local, situado generalmente en el extrarradio, donde se venera la Virgen o santo particular, actos masivos a los que llaman romerías. De igual forma llamamos peregrinación a toda manifestación colectiva que suponga trasiego de fieles de cualquier lugar a otro por motivos religiosos o devotos. En el fondo importa poco que se llame de una manera u otra. Lo realmente decisivo son los hechos y no las palabras. Y con motivo de la beatificación de Juan Pablo II, los hechos no han podido ser más elocuentes y fervorosos.