“Tiene 94 años y todos los días celebra la Misa en 20 minutos, luego lentamente, sale de la sacristía, coge una silla, se pone delante de un reclinatorio, se arrodilla y ahí se queda horas delante del Sagrario. Veo eso todos los días, si Dios no existe después de contemplar esto, ¡que vengan y me lo cuenten!”. Así se expresaba una amiga mía a la vuelta de nuestro intento de retiro o de pasar los días santos, santamente retiradas del mundanal ruido, pero ahogadas bajo el agua, como media España.
Cuatro días en ambiente de silencio, en un monasterio cisterciense dan para mucho, máxime cuando se trata de intentar vivir con la ‘oreja interior presta’ a eso del Misterio del amor de Dios, su muerte en la cruz y su resurrección. Compartir estos días santos con una comunidad de monjas cistercienses, seis huéspedes alojados en una hospedería y algún que otro vecino que se acercaba a los oficios dan para mucho y todo bueno.
Una comunidad de catorce religiosas, seis de ellas en cama por enfermedad y ancianidad, sin poder acudir a los rezos de capilla. El resto aún en pie, todas mayores, salvo una novicia recién llegada de algún país de Asia que tiene 44 años. Los cantos, pobres, desafinados, el órgano por un lado y las voces débiles por otro, pero ¡con qué claridad llegaba la alabanza a Dios! Es la iglesia poco atractiva de la que nos ha hablado Benedicto XVI en alguna ocasión, la que no se busca a sí misma, pero que ahí está firme, anclada en la cruz, en la entrega diaria. La iglesia que ha comprendido eso de la expiación que tan bien nos explica el Papa en su último libro. Una entrega humanamente torpe, lenta, sin encanto. Esas flores aparentemente disecadas pero que aún desprenden de alguna forma alegría y mucho color, mucha oración, mucha alabanza y sobre todo mucha intercesión por el resto que navega fuera de los claustros de conventos y monasterios contemplativos, dispersos por el mundo, verdadero pulmón y corazón de la iglesia. Son los necesarios.
El último día, al despedirnos, tímidamente y con una sonrisa de oreja a oreja, la abadesa nos decía “esta es nuestra realidad, de nada sirve acordarse de cómo éramos, o de cómo cantábamos hace años, con tanta fuerza y pasión, pero aquí seguimos, amando a Dios hasta el final de nuestros días”. Les prometimos oraciones y pedirle a Dios que enviara vocaciones a la vida contemplativa, sería un drama para la Iglesia y para el mundo si estas luces en la noche, desaparecieran.
Estos necesarios, los que nos marcan el camino, sin estridencias, con la plena humanidad del realismo. ¿Cómo hubiera sido Cristo de haber llegado a la ancianidad? ¿Qué nos hubiese querido mostrar? O María su Madre, de quién no sabemos más que permaneció algún tiempo en la tierra hasta que fue elevada al cielo en cuerpo y alma. No lo sabemos.
Los necesarios, como un Benedicto XVI, que con esa mansedumbre “superior” que rompe muros a creyentes y no creyentes, qué largueza de humilde sabiduría encierran todas y cada una de sus palabras y enseñanzas. El humilde arrodillado ante el ataúd del magno Beato Juan Pablo II. La paradoja de una Iglesia siempre joven y representada por la visible ancianidad. Cuánta fuerza oculta de Dios en los ocultos que traen a los visibles, fuertes y jóvenes la Gracia de Dios para seguir caminando.
Benedicto XVI en el libro Jesús de Nazaret recientemente publicado escribe: “Y es siempre Jesús quien tiene que ayudarnos a entender una y otra vez que el poder de Dios es diferente, que el Mesías tiene que entrar en la gloria y llevar a la gloria a través del sufrimiento” – “(Pedro) tiene que aprender a esperar su hora; tiene que aprender la espera, la perseverancia. Tiene que aprender el camino del seguimiento, para ser llevado después, a su hora, donde él no quiere (cf. Jn 21,18) y recibir la gracia del martirio” - “En el fondo, en ambos coloquios se trata de lo mismo: no prescribir a Dios lo que Dios tiene que hacer, sino aprender a aceptarlo tal como Él mismo se nos manifiesta; no querer ponerse a la altura de Dios, sino dejarse plasmar poco a poco, en la humildad del servicio, según la verdadera imagen de Dios”.
Estos son los necesarios, los que penetran sin estridencias en la Sabiduría de Dios, los que se dejan hacer por Dios y como el anciano sacerdote de 94 años, las monjas cistercienses, nuestro Papa y tantos y tantos jóvenes, enfermos y mayores caen rendidos y arrodillados ante Dios en un ofrecimiento continuo para que la Iglesia siga, lleve a cumplimiento el plan de salvación de Dios, pero... al ritmo de Dios.