Ha sido impresionante asistir en directo o a través de los medios (radio, TV) a la beatificación del Papa Juan Pablo II. Toda una fiesta de la fe. Muchos miles de personas, especialmente jóvenes, venidos de todo el mundo para celebrar la glorificación de este Papa tan cercano a todos nosotros. Un estímulo para mirar a la meta, nuestra identificación con Cristo, para caminar hacia la meta de la santidad.
“Dichoso tú que has creído”. El papa Benedicto XVI ha subrayado esta dimensión de la vida del nuevo beato. Ciertamente, Juan Pablo II vivió el camino de la fe de manera singular. Su vida es una historia nada fácil: huérfano, guerras, clandestinidad, duros trabajos, etc., pero toda ella empapada de un fuerte espíritu de fe, que le hizo afrontar todas las circunstancias de su vida con la actitud de quien no está solo, sino que tiene a Dios consigo. La fuerza que es capaz de mover el mundo no es el odio ni la revolución, sino el amor de quien se siente amado por Dios, inmensamente amado por su divina misericordia.
El beato Juan Pablo II plantó cara como ningún otro lo ha hecho a la confrontación del marxismo con el cristianismo, presentando el cristianismo con toda su carga de esperanza y colocándonos a todos los creyentes en actitud de adviento, a la espera del Señor. Esa espera, que brota de la fe, es capaz de transformar la historia con toda una carga de amor que sólo puede provenir de Jesucristo, el único redentor del hombre. Es una esperanza que millones de jóvenes de todo el mundo han percibido y han secundado, dando sentido a sus vidas, cuando el marxismo –fundado en el odio y en la lucha de clases- se ha mostrado como un rotundo fracaso histórico para la humanidad.
Ese testimonio de fe se hizo más elocuente cuando Juan Pablo II tuvo que afrontar la enfermedad y la muerte. Tullido en su cuerpo, seguía alentándonos con su espíritu. Ha dignificado el sufrimiento humano y la muerte, viviéndolos con serenidad y sintiéndose envuelto en la misericordia de Dios. Ha transmitido al mundo una forma nueva de sufrir y de morir. Nos ha enseñado a todos a vivir y a morir cristianamente.
La liturgia de la celebración ha sido como una participación en la liturgia celeste, donde los ángeles y los santos alaban a Dios y lo adoran para siempre. Una multitud inmensa, que nadie podía contar, cardenales, obispos, sacerdotes, autoridades, familias enteras con sus hijos, infinidad de jóvenes que ha recorrido muchos kilómetros en condiciones de privación, religiosos/as y muchos consagrados. No había espacio para acoger a tantos peregrinos. Todos vibrantes ante el testimonio de santidad del Papa Juan Pablo II y con el deseo de dar gracias a Dios por haberlo conocido y haberse sentido estimulados por su fe y su magisterio. Los santos tienen esa ventaja, que su vida y doctrina no pasa, sino que permanece, enriqueciendo la ya rica tradición de Iglesia.
Este acontecimiento dejará huella en el corazón de nuestros fieles y de nuestras comunidades. Una huella de esperanza y de profundización en la fe, sobre todo en la vida de los sacerdotes. “Él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía”, nos ha recordado Benedicto XVI emocionado al proponer este modelo de santidad a todo el mundo.
Celebremos su fiesta en todas las parroquias y comunidades. En nuestra Catedral, el próximo miércoles 11, a las 8 de la tarde. Demos gracias a Dios por la vida de fe y el testimonio de santidad del beato Juan Pablo II.
Demetrio Fernández González, obispo de Córdoba.