Este fin de semana hemos vivido en Roma un acontecimiento singular, cuyo alcance todavía no soy capaz de calibrar en toda su densidad y esplendor de verdad y belleza, en toda su carga de futuro: me refiero a la beatificación de Juan Pablo II. Roma, siempre bella y siempre llena de vida, era una ciudad joven que presagiaba y denotaba mucha juventud: no sólo por la numerosísima presencia de jóvenes, sino por la primavera que ellos significan. Todo ello no era sino señal de la Iglesia, alentada por la fe, una, universal, apostólica, santa, llamada a la santidad única, que pregonaba la gran noticia de la santidad y de la gloria que siempre es real. Todo el ambiente que aquí se respiraba, para mí era también una señal inequívoca de una Iglesia joven, con la presencia real y viva de Quien vive y ha vencido la muerte, testigo de resurrección, animada por la fuerza del Espíritu, una fuerza vivificadora que es imparable.
El Papa Benedicto XVI, proclamaba ¡ya beato!, bienaventurado con la gloria del cielo, a su predecesor, el Papa Juan Pablo II, muerto tan sólo hace seis años (habría que remontarse muy atrás para encontrar otro Papa que proclama beato a su predecesor). En varios momentos vimos al Papa emocionado, no era para menos; todos sentíamos una emoción especial, un gozo y una alegría tan grandes que no son explicables sino desde la fe.
Entre los dos Papas, el Beato Juan Pablo II y Benedicto XVI, además de la sucesión cronológica en la Sede de Pedro, hay algo más: hay dos almas en el fondo gemelas, muy unidas por la misma pasión por Dios y por el hombre, unidas por la misma comunión con el Señor, trabadas en el mismo amor y en la misma verdad, ambas poseedoras de la misma y única riqueza: Jesucristo.
Hay que entender, además, que tanto el Pontificado de Juan Pablo II, como ahora el de Benedicto XVI se mueven en la misma senda por la que Dios nos dice que hay que caminar si queremos responder a sus llamadas y atender a las necesidades con las que los hombres y la Iglesia se encuentran. Habría que decir que no se entiende el Pontificado de Juan Pablo II, sin el Cardenal J. Ratzinger, hoy Benedicto XVI; y no se entiende el de Benedicto XVI, sin el camino recorrido por su santo predecesor, el Papa Juan Pablo II.
El Papa Juan Pablo II, siervo y servidor fiel, vivió, sufrió y murió en Cristo y con Cristo. Siempre fue así en él: con Cristo, inseparable de Cristo. Éste es su real secreto, esta es la razón de su vida. Su vida fue una vida en Cristo, como le corresponde sencillamente al cristiano, a todo fiel cristiano. La vida, la obra y el mensaje del Papa «venido de lejos», pero siempre cercano, fue cumplimiento y encarnación viva de lo que vemos en el apóstol Pablo: todo lo tuvo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, por quien sacrificó todas las cosas, y las estimó como basura con tal de ganar a Cristo y encontrarse con Él, apoyado no en sí mismo sino en la justicia de Dios, que se funda en la fe, para conocerle a Él y la fuerza de su resurrección y la participación en sus padecimientos, configurándose con sus padecimientos y su muerte para alcanzar la resurrección de los muertos (Cf Fil, 3, 611). Así fue Juan Pablo II: un enamorado de Jesucristo, uno para quien Cristo mismo ha sido su vida; ha sido todo en su vida. Por ello, Cristo, en su Iglesia, le encomendó apacentar a su rebaño, a las ovejas suyas, a las que están ya y a los que no están aún en su redil. Así, tuvimos la gran dicha del inmenso regalo de Dios a su Iglesia, a su pueblo y a todos los pueblos, de un pastor conforme a su corazón. Porque vivió y murió así, porque hoy y para siempre, su vida es Cristo, por eso ha sido proclamado: ¡Beato!.
Por ello mismo, y a la luz de esto, hay que ver y leer su vida, considerar su obra y reconocer ahí los retos a los que la Iglesia respondía entonces y debe responder ahora. Unido a Cristo, identificado con Él, lo que Juan Pablo II hizo, dijo y mostró, es un testimonio vivo de Jesucristo. No nos ofreció una interpretación más de Jesucristo, no fue un ideólogo ni un maestro de moral, ni un líder social, político o religioso, ni constituyó un poder mediático. Fue sencillamente un testigo. Se encontró con Jesucristo, Hijo de Dios vivo, el Mesías que tenía que venir y al que los hombres esperan, Dios-con-el-hombre-y-para-el-hombre, le siguió como únicamente se le puede seguir –cargando con la cruz desde su infancia hasta el final de sus días, como «varón de dolores»– y mostró con su vida, gestos y palabras, con su persona y sus mensajes qué es lo que sucede cuando uno se abre y acepta a Jesucristo, cuando uno se encuentra con Él, que está a la puerta y llama. ¡Qué fuerza cobran ahora aquellas palabras del propio Juan Pablo II!: «Me gustaría encontrarme a solas con cada uno de vosotros, y conversar: oír y responder. No siendo esto posible, como amigo y como ‘más viejo’, como quien hizo la confrontación de sí mismo con la voluntad de Dios y cree en su amor de Padre, quiero dejar a todos mi testimonio: el testimonio de lo que yo considero lo más importante para los hombres, mis hermanos. Y es éste: sólo en Dios encuentran fundamento sólido los valores humanos, y sólo en Jesucristo, Dios y hombre, se vislumbra una respuesta al problema que cada persona constituye para sí misma. Él es el Camino, la Verdad y la Vida para todos los hombres». (Juan Pablo II).