¿Quién no soñó de pibe ser futbolista? ¿Qué muchacho no ansió regatear como Maradona o gritar ese gol frente a la grada enardecida que no cesa de lloviznar diminutos papelitos de euforia? A mí, aunque me faltaron cualidades, me sobró deseo e imaginación, y nunca pude dejar de conmoverme ante la imagen de un campo como el Santiago Bernabeu o El Nou Camp vibrando como un gran avispero bajo el sol, o deslumbrados por los focos.
El fútbol no deja de ser el opio del pueblo, es verdad. Tiene esas reminiscencias a aquellas sangrientas gestas, ese sabor a brega entre gladiadores o a aquellas justas medievales entre caballeros. Sin embargo, ahora todo es más inofensivo – salvo excepciones -, todo es más noble, y la muchedumbre, esa masa previsible y pueril, alienta o vocifera por su equipo soñando que ellos también están el césped, y no temerosos de poder estar, de poder ser uno de ellos, como en las batallas de antaño.
Desde pibe me gusta el fútbol, y es difícil describir ese éxtasis que se siente cuando la albiceleste ganó aquel mundial inolvidable de 1986, o cuando recientemente fui testigo del milagro del buen juego aliado con la historia, ese momento en que la Roja hizo realidad el sueño de tantos y tantos que jamás llegarían a ver a España campeona del mundo. Hoy en día, el sabor de la victoria tiene heroicidad cuando se consigue jugando al fútbol y no dando patadas.
Yo siempre les digo a mis alumnos que en el deporte también se puede ver reflejada la vida. La vida es para vivirla, para disfrutarla, pero de la mejor manera, no a cualquier precio. A cualquier precio Jesucristo no hubiera ido a la cruz, y a cualquier precio el cristianismo no vale. La vida es como un campo de fútbol y a cualquier precio sí vale ganar, por supuesto que sí, pero no se debe. En el fútbol para ganar hay que tocar la pelota y meter golazos, o golcitos, lo que salga, el resto sobra. Y Mourinho debería saberlo.
Mourinho es uno de esos ganadores natos, uno de esos tipos self-made man que solo piensan en la victoria, cueste lo que cueste, caiga quien caiga. Al actual entrenador del Real Madrid no le importa tener una plantilla millonaria y pedirle a sus jugadores que se atrincheren atrás para repartir patadas hasta que tengan la oportunidad de salir al contragolpe. No le importa los gestos de desprecio constantes hacia las cámaras, los periodistas y las gradas. Le tiene sin cuidado la provocación, más bien lo deleitan, y siempre procura calentar un partido de fútbol insultando sin insultar, vilipendiando educadamente. Es parte de su juego, es parte de su desprecio hacia todos los que no son como él, es parte de su estrategia del todo vale. Y, si no le funciona, su táctica continúa con la manipulación y la infamia, como recientemente acaba de hacer con el entrenador del Fútbol Culb Barcelona, Josep Guardiola.
A Mourinho le avalan sus títulos con el Oporto y con el Inter de Milán. Pero no todo vale. Yo creo que no, mucho menos para alguien que se declara públicamente católico.
¿Quién iba a decirnos a estas alturas que nuestro amado y odiado José Mourinho vendría a reavivar aquella polémica protestante sobre la fe y las obras? Desde luego que nuestro entrenador de moda, se lo pondría muy claro y fácil tanto a católicos como protestantes, y con esa actitud chulesca – más allá de que tenga o no razón - enfilaría derechito al infierno hasta que Dios lo recatase como a un buen Hijo Pródigo. Y no dudo que el sumo Hacedor lo haría. De lo que sí dudo es de la supuesta fe de este entrenador galáctico.
No somos los hombres quienes podemos medir la fe de nuestros semejantes. Ni siquiera la nuestra, y esto ya nos acarrea más de un dolor de cabeza. Sin embargo, nuestro querido José se expone públicamente declarándose católico, declarando a la prensa que reza mucho, que es creyente e intenta ser buena persona para que Dios pueda dedicarle un poco de su tiempo.
Evidentemente, José Mourinho no solo se equivoca pensando que la fe está completamente desligada de la obras, sino también olvidando que con declaraciones tan beatíficas se convierte en un paradigma de fe para muchos jóvenes – y no tan jóvenes -, que ven en él la actitud de un católico cristiano que compra crucifijos a sus jugadores y se arrodilla en la Capilla Sixtina.
Creo que Mourinho se equivoca si cree que alcanzará su santidad fuera de los campos de juego. El fútbol es como la vida misma y, por supuesto, no deja de formar parte de ella.