En el memorable discurso que Benedicto XVI dirigió a la curia romana el 22 de diciembre de 2005, sobre cómo interpretar el Concilio Vaticano II, hay un punto que sigue todavía hoy siendo fuente de conflicto. Es la libertad de religión.
Sobre este punto el Concilio innovó de manera decisiva. Afirmó lo que anteriormente varios Papas habían negado: la libertad de todo ciudadano de practicar la propia religión, aunque sea "falsa".
La encíclica "Quanta cura" de Pío IX del 1864 había condenado explícitamente tal libertad. Sólo a la única verdadera religión, la cristiana católica, le corresponde el pleno derecho de ciudadanía en un estado. La práctica de otros credos podía ser sólo tolerada, dentro de ciertos límites.
El Concilio Vaticano II, en cambio, puso al centro de los deberes de un estado no la verdad sino la persona. Y afirmó que a cada persona debe ser plenamente reconocido el derecho de practicar su religión, cualquiera que sea.
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Esta innovación del Concilio fue inmediatamente vista por muchos como una drástica ruptura respecto a la tradición de la Iglesia.
Con grande júbilo para quien veía en el Vaticano II un radiante "nuevo inicio" epocal.
Con gran consternación para quien veía en él un nefasto abandono de la recta doctrina.
Para el arzobispo Marcel Lefebvre y sus seguidores, esta innovación - junto a otras realizadas por el Concilio - portó inclusive al cisma.
Pero también dentro de la Iglesia católica había quien consideraba este vuelco errado e inaceptable.
No sorprende, pues, que Benedicto XVI haya dedicado toda la parte final de su discurso del 22 de diciembre 2005 precisamente al análisis de esta innovación conciliar. Que no fue de "ruptura" - dijo - pero de "reforma en continuidad".
El Papa Joseph Ratzinger explicó que el Concilio, afirmando la libertad de religión, acogía "un principio esencial del estado moderno" que varios Papas habían anteriormente obstaculizado. Pero haciendo ello no habían roto con "el patrimonio más profundo de la Iglesia". Más aún, se había vuelto a poner "en plena sintonía" no sólo con la enseñanza de Jesús sobre la distinción entre Dios y César, sino "también con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos", ya que estos murieron precisamente "por la libertad de profesión de la propia fe: una profesión que no puede ser impuesta por ningún estado, sino que en cambio puede ser hecha propia sólo con las gracia de Dios, en la libertad de la conciencia".
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Luego de casi seis años, ¿qué efecto ha tenido aquel discurso de Benedicto XVI, que apuntaba a interpretar no sólo la declaración sobre la libertad religiosa sino todo el Concilio Vaticano II a la luz del criterio: "reforma en continuidad"?
En el campo progresista, los partidarios del Concilio como "nuevo inicio" epocal - en particular los autores de su historia más leída en el mundo - han concluido que el Papa Ratzinger les ha dado razón, aunque con toda cautela. Esto, al menos, es cuanto han sostenido los italianos Alberto Melloni y Giuseppe Ruggieri, el americano Joseph A. Komonchak, el francés Christophe Theobald, el alemán Peter Hünermann y otros, en una obra suya colectiva publicada en el 2007.
En el campo tradicionalista, en cambio, la reacción ha sido negativa.
Los lefebvrianos persisten en su cisma, no obstante la revocatoria de la excomunión de sus cuatro obispos, realizada por Benedicto XVI en el 2009.
Y los católicos más ligados a la tradición, aunque profesándose en comunión con la Iglesia, ser presentan también siempre más incómodos.
Habían apostado por la acción restauradora de Benedicto XVI y ahora se sienten abandonados. En los últimos meses algunos de sus exponentes principales - desde Brunero Gherardini a Roberto di Mattei y a Enrico Maria Radaelli - han puesto por escrito su desilusión.
La crítica última que algunos de los mayores pensadores tradicionalistas dirigen al actual Papa es de obstinarse en defender en bloque el Concilio Vaticano II, cuando es la causa de todos los males de la Iglesia presente.
Algunos errores dogmáticos - escriben - se fundan precisamente en los textos del Concilio, y no solamente en sus sucesivas interpretaciones y aplicaciones.
La "ruptura" con la tradición realizada por el Vaticano II en materia de libertad de religión sería, a su juicio, una prueba patente.
La Iglesia - dicen - no puede enseñar hoy lo que tantos Papas han condenado tantas veces como contrario a la fe. Está de por medio la infalibilidad de su magisterio.
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¿Pero es así? ¿Cuál es la "tradición" de la cual el Concilio se ha separado, en la declaración "Dignitatis humanae" sobre la libertad religiosa?
¿Y cuál es la tradición perenne de la Iglesia - y su "patrimonio más profundo – a la cual el Concilio se ha vuelto a enlazar, como ha dicho Benedicto XVI en su discurso del 22 de diciembre del 2005?
A esta pregunta responde el profesor Martin Rhonheimer en un ensayo en el último número de "Nova et Vetera", la revista publicata en Suiza, en Friburgo, bajo la dirección del cardenal Georges Cottier, ex teólogo de la casa pontificia, y de Charles Morerod, rector de la Pontificia Universidad Santo Tomás.
El artículo publicado en "Nova et Vetera" en francés, se continúa con un amplio apéndice que responde a las críticas que llovieron sobre él - por parte de los tradicionalistas - después de una anterior difusión en alemán y español.
Tanto el artículo como el apéndice muestran cómo la hermenéutica de la "reforma en continuidad" sostenida por Benedicto XVI sea la única capaz de explicar la indudable novedad señalada por el Vaticano II en materia de libertad de religión sin que con ello se comprometa la infalibilidad de la Iglesia en la doctrina de la fe.
Y muestran también qué cosa había de caduco y de perenne en la condena de la libertad de religión por parte de Pío IX y otros papas.
El elemento caduco, histórico, que el Vaticano II abandonó, era la concepción de la religión de estado, del estado como garante de la verdad religiosa. Mientras el elemento perenne, dogmático, que el Concilio mantuvo firmo, era la condena del relativismo, de la idea de que todas las religiones sean igualmente válidas y verdaderas.
El profesor Rhonheimer, suizo, sacerdote del Opus Dei, enseña ética y filosofía política en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, en Roma.
Se espera que las mejores mentes, entre los tradicionalistas, recojan el desafío y continuarán la discusión.
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