Hasta el siglo XIII muchos teólogos pensaron que María fue concebida con el pecado original y que posteriormente, como Juan Bautista, fue sanada en el vientre materno. Incluso así lo expresa Tomás de Aquino diciendo: “Si el alma de la santísima Virgen María no hubiera estado nunca manchada con el pecado original sería en detrimento de la dignidad de Cristo, salvador universal de todos” (Suma Teológica III, 27, 1 ad 2).
Fue un franciscano, Juan Duns Scoto, quien puso las bases de esta expresión: “Dios podía crear a la Virgen en el estado de pureza original; era conveniente que fuese así; por tanto, lo hizo”. En realidad, fue Eadmero en su tratado sobre la Virgen María quien primero puso por escrito esta expresión.
Además de esta poderosísima razón, hay otra que tiene que ver con el mismo Jesús. Según San Agustín, el Hijo no podía estar en contacto directo con el pecado. Lo estará indirectamente a través de la naturaleza humana que asumirá totalmente para romper definitivamente la esclavitud del pecado de toda la humanidad.
Pero hay otra razón añadida: la Inmaculada Concepción de María es el verdadero comienzo del Nuevo Testamento. Es decir, el Nuevo Testamento no comienza con la concepción del Hijo por María, sino por la Concepción Inmaculada de María como medio necesario para la Redención. En la escala del tiempo los acontecimientos se desarrollan con una determinada secuencia: la Inmaculada Concepción de María, la concepción del Mesías, el Nacimiento de Jesús, la Cruz, la Resurrección y la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés, pero todos ellos forman un único acto divino, que es la Redención. Este acto comienza con una intervención especial del Espíritu Santo en María y termina con la efusión del Espíritu en Pentecostés.
Desde el mismo instante de su concepción por Joaquín y Ana, junto con una especial intervención del Espíritu Santo, ya está en la tierra una persona humana llena de gracia y por lo tanto sin ninguna mancha de pecado.
Se cumple lo prometido en el protoevangelio a Adán y Eva para la redención del género humano. Ya está en la tierra la Mujer que aplastará la cabeza de la serpiente. La misma que en el Apocalipsis vence al dragón y se muestra como Reina con su Hijo, en la majestad del cielo.
El hombre, que había sido creado para no morir y para vivir feliz en Edén, se vio expulsado del paraíso por el pecado de nuestros primeros padres. María es la única criatura humana que, al no tener pecado original, asume la plenitud de la raza humana mostrándose como “la Mujer”.
Aquella jovencísima criatura, ese bebé, fue la única persona humana que cumplió total y completamente el querer del Creador, estando dotada de la máxima plenitud como persona creada. Más que los ángeles.
Según leemos en el Génesis, Adán y Eva fueron las primeras personas creadas en beatitud, aunque ellos pronto rompieron libremente ese estado. Por lo tanto, María es la primera y única criatura que cursó toda su vida según el modelo original que Dios Padre había “pensado” para la criatura humana. La pureza personal más completa y una naturaleza dotada de los dones preternaturales como los de sabiduría, integridad, inmortalidad, impasibilidad y perfecto dominio sobre los animales.
Ciertamente María fue totalmente libre al aceptar los distintos designios que Dios Padre tenía preparados para Ella y que le fueron mostrados sucesivamente en el tiempo, los cuales podía haber frustrado con tan sólo un “non serviam” como hizo Luzbel. Pero no lo hizo, al contrario, no dio su opinión sobre las propuestas de su Padre Dios, simplemente las aceptó en toda su amplitud. ¿Y si María hubiese dicho que no?
Las primeras palabras que encontramos en el evangelio pronunciadas por María son: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón?” Y una vez aclarada por parte del Ángel el cómo se realizará aquello, María lo acepta como la “esclava del Señor”.
María repite ante su pariente Isabel que ella es la esclava del Señor. Esta insistencia en mostrarse como una esclava ha sido interpretada por muchos autores como una prueba de humildad suprema. En todo caso es misteriosa, dado que una esclava pierde el carácter de persona, al no ser libre.
Esta revelación de su intimidad como esclava también puede ser interpretada como una aceptación e identificación total y sublime de su misión como Mujer que, como acabamos de ver, es una misión redentora. No sólo concebirá y dará a luz al Salvador, sino que será parte integral de todo el devenir de su Hijo.
Desde un punto de vista antropológico, la intimidad personal no puede prescindir de su libertad. Ninguna persona humana puede ser voluntariamente esclava de otra persona, puesto que al perder su libertad personal dejaría de ser persona. Dejaría de ser-con para convertirse en un “algo” sin dignidad, lo que no es posible.
Que María ratifique su condición de esclava significa, por el contrario, la total unión personal con la persona de su Hijo. Unión de personas que sólo se da en la Santísima Trinidad y en el cielo. Esa especial unión personal de María con la Persona del Hijo en la tierra sólo es posible si en vez de perder la libertad, esta crece en el Espíritu Santo por identificación.
Para María sí fue posible recitar esas palabras con todo su significado en plenitud. Esas palabras eran necesarias para aceptar esa vocación de Madre de Dios. Al contrario de lo que nos ocurre a nosotros, María sí estableció unas relaciones personales perfectas de filiación divina con su Padre Dios y pudo establecer una relación de maternidad con su Hijo y de esponsalidad con el Espíritu Santo. Su amor fue siempre donal, expansivo, un además que no tiene fin.
Esta unión no puede nacer de la voluntad humana de María sino desde su espíritu, que es lo más profundo de su ser, o corazón en sentido figurado. “Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador”. Esto hace posible que Dios se encarne como Hijo y sea aceptado como tal por María. El Hijo no encontrará mejor madre, porque es el Espíritu Santo quien Le ha preparado esa Madre y Ella Le acepta y quiere.
En la Cruz, María acepta a toda la humanidad como hijos suyos -“ahí tienes a tu hijo”-, lo que la configura como Medianera de todas las gracias, pero no como Co-redentora.
Quien redime a la humanidad es una persona divina y sólo el Hijo puede hacer esa Redención por voluntad del Padre. Para ello fue necesaria la cooperación de una Mujer que libremente aceptó recibirle como Hijo y que se unió a su Padre Dios como esclava. Unión de personas y muestra de Amor del Padre hacia el Hijo dándole la mejor madre posible.
Parafraseando a Duns Scoto: Dios podía unir a su Madre a la Redención como Corredentora; era conveniente que fuese así; por tanto, lo hizo.