Terminaba el artículo anterior así: "La ideología de género es una concepción equivocada de la vida, al no creer en Dios, en la Verdad y en el Amor". Y hace unos días tuve una conversación con un grupo de amigos en los que uno sostuvo que la Verdad absoluta no existe, afirmación gravísima porque, si no hay una Verdad objetiva, el Bien y el Mal son intercambiables y soy yo quien decide lo que está bien y lo que está mal; esa afirmación fue contundentemente rechazada por otro, quien le recordó que Dios es la Verdad Absoluta, que Cristo vino al mundo “para dar testimonio de la Verdad” (Jn 18,37) y que Él es “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14,6).
Leemos en consecuencia en 1 Pe 1,22: “Pues que por la obediencia a la Verdad habéis purificado vuestras almas para una sincera caridad, amaos entrañablemente unos a otros”. Es decir, ser fieles a la Verdad es el camino que nos conduce al Amor, sobre el que Cristo nos dice, en contestación a un fariseo: “'¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?' Jesús contestó: 'El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Mayor que éstos no hay mandamiento alguno'” (Mc 12,28-31).
Sobre esto escribió el cardenal Van Thuan: “La felicidad de una persona no depende de la riqueza o de la posición social, sino del amor que fundamenta toda su vida”. Es decir, hay una relación directa entre amor y felicidad, como también existe esa obligación que sentimos todos de hacer el bien y evitar el mal. Por tanto, el camino no es otro sino el del amor guiado por la razón y al servicio del bien. Nunca se me olvidará una mujer que me dijo: “Cuando era adolescente, un día en clase nos pusieron una redacción con esa pregunta. Fue, me dijo, la redacción más breve de mi vida. Literalmente cuatro palabras: Amar y ser amada”.
Todo, por tanto, debe estar al servicio del amor, incluida por supuesto la sexualidad. Es de gran importancia que ya desde muy pronto los padres ayuden a sus hijos a aceptar su sexo y adaptarse a él, aceptando al progenitor del mismo sexo como guía y al otro como contraste. La educación afectivo-sexual ha de ser una educación para el amor y debe empezar cuanto antes, acompañando a niños, adolescentes y jóvenes en su evolución y preparándoles para una vida sexual normal, en la que el amor sea el valor primordial y haya una educación de la voluntad, de modo que el educando pueda llegar a ser una persona libre, capaz de mandar en sí y en sus instintos.
La castidad, que no es precisamente algo trasnochado y anticuado, supone poner la sexualidad al servicio del amor, siendo para ello necesaria una educación que promueva y dirija gradualmente la persona, en las distintas etapas de su existencia, hacia su plena realización. Es, desde luego, importante que ya desde un principio se considere el acto sexual matrimonial como auténtica expresión de amor, incluso como la mayor expresión de amor posible entre ambos, en el que la unión sexual no sólo expresa la unión de los cuerpos, sino sobre todo de las personas, gracias a su mutua entrega.
El problema es lograr tener ideas claras. En este punto, los creyentes jugamos con ventaja. Por supuesto que nos van a llamar fanáticos, fachas, intolerantes e integristas, porque tenemos convicciones, pero eso no debe importarnos porque lo que es verdaderamente triste es no saber distinguir la verdad de la mentira, el bien del mal, el amor de lo que no lo es.
Como nos dice San Pablo en 1 Cor 13 lo más excelente de todo es el amor o caridad (v. 13), que además “no pasa jamás” (v. 8). Y no nos olvidemos que el Espíritu Santo existe y actúa. Ayer mismo una madre me dijo que a su hijo de nueve años, que se prepara para la Primera Comunión, la catequista les preguntó qué celebraba la Iglesia el día de Todos los Santos. El niño respondió: “Que la vida sigue existiendo en el cielo”.