En plena Pascua, cuando, ante toda la Humanidad y para la Humanidad entera de todos los tiempos y lugares, como signo de la desbordante e infinita misericordia de Dios, se abre y se nos ofrece la gran e irrevocable esperanza que es Cristo resucitado, vencedor de la muerte; precisamente en el Domingo de la Divina Misericordia, otro signo de esperanza, de ahí surgido, brillará para todos con la beatificación del Papa Juan Pablo II. Si amplio fue el tiempo de aquel papado inolvidable más amplia y grande fue, sin duda, su entrega, sin desmayo ni reserva alguna, al servicio de la Iglesia y de la Humanidad entera. Junto a la admiración, de lo más hondo y auténtico de nuestro interior brota a borbotones un inmenso clamor de acción de gracias a Dios por aquel hombre «venido de lejos», por su fecundo pontificado con que Dios quiso enriquecer y confirmar a su Iglesia, en una clara y amorosa manifestación de su divina misericordia que no tiene límites ni jamás se agota.
«Pastor conforme al corazón de Dios», que Dios suscitó «para llevar a la Iglesia al Tercer Milenio del cristianismo», Juan Pablo II no escatimó esfuerzo alguno, incluso en la debilidad y escasez de sus fuerzas físicas, para trabajar por el Evangelio, que es el bien, la luz, la paz y la esperanza de los hombres. El ejemplo de aquellos sus meses últimos, en los que no se ahorró ningún dolor ni sacrificio, y lo vimos con fuerzas debilitadas y frágil, fue un signo, de lo que fueron los cinco lustros como sucesor de Pedro, «gastándose y desgastándose», entregado a la causa del Evangelio. «A tiempo y a destiempo», trabajó por el Evangelio. La última etapa de su vida, toda consagrada al servicio de Dios y de la Iglesia, nos estremeció a todos: su quedarse como mudo y sin fuerzas fue para que sólo Dios hablase y así se viese que la fuerza de Dios brilla en la debilidad, para que fuese patente que es Dios quien lleva a su Iglesia y la sostiene, y que nos basta su gracia. Juan Pablo II, un hombre de Dios, un hombre de fe, fue un testigo singular de la Cruz redentora y así mostró el poder del Resucitado.
Un Pastor singular que amó, como pocos, a su Señor, total y enteramente le amó, de verdad le amó; le apremió el amor de Cristo y de los hombres: así, apacentó su rebaño hasta que le quedó el último resuello. Vigilante siempre y centinela en la noche, fue consciente de a qué negro futuro se aboca un mundo, una sociedad que renuncie a las raíces que pueden darle vigor: las raíces de Cristo.
Su gran pasión, como la de Dios tal y como se manifiesta en su Hijo único, Jesucristo, fue el hombre. Él mismo, desde el comienzo de su pontificado, definió al hombre como «camino de la Iglesia». Si hay un común denominador, clave para interpretar a fondo el pensamiento de Juan Pablo II, es su preocupación por el respeto a la sublime dignidad de la persona humana, la grandeza de su verdad y vocación que ha sido desvelada en la persona de Cristo, y el estupor y maravillamiento que entraña el hombre, todo hombre, cada uno de los hombres. Se hizo «todo para todos». Mostró palpablemente que la fe en Cristo permite abrazar a todos y amar a todos, sean de la condición que sean, de la cultura a la que pertenezcan o de la religión que profesen.
La raíz de todo su actuar, de toda su persona y de su mensaje no fue otra que la fe en Dios, «visible», en su Hijo Jesucristo, que infunde siempre esperanza en los hombres de buena voluntad, que le escuchan y siguen sin prejuicios. Hombre de fe y de esperanza, dio testimonio de que la esperanza centrada en Cristo es la verdad de nuestro mundo. Así lo señaló él mismo en su visita a las Naciones Unidas en 1995: «Como cristiano, mi esperanza y confianza se centran en Jesucristo, que para nosotros es Dios hecho hombre y forma parte por ello de la historia de la humanidad. Tal es precisamente la razón de que la esperanza cristiana ante el mundo y su futuro se extienda a cada ser humano. A causa de la radiante humanidad de Jesucristo, nada hay genuinamente humano que no afecte a los corazones de los cristianos. La fe en Cristo no nos aboca a la intolerancia. Por el contrario, nos obliga a inducir a los demás a un diálogo respetuoso».
Hoy, ante su inminente beatificación, resuenan aquellas palabras que en 1982 dijo, nada más llegar a España, depositaria de una rica herencia espiritual que debe ser capaz de dinamizar nuestra vitalidad cristiana, hoy: «Es necesario, dijo, que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por un profundo amor al hermano. Para sacar de ahí fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto a las vuestras». España, tan extraordinariamente querida por Juan Pablo II, corresponde y corresponderá a ese amor con tanto cariño como agradecimiento, llevando a cabo estas palabras tan llenas de esperanza, sin descuidar nunca aquella misión evangelizadora «que hizo noble a nuestro País en el pasado y es el reto intrépido para el futuro». Que Juan Pablo II interceda por nosotros, y nosotros sigamos sus enseñanzas y sus huellas.