Recién llegado de la Jornada Mundial de la Juventud con el Papa Francisco, en Panamá. La verdad es que he venido impactado. Qué esperanza me suscita ver una Iglesia joven, llena de alegría, esperanzada, con vida, unida, reunida de los cinco continentes; ver una Iglesia presidida por el sucesor de Pedro, Francisco, que ha dicho cosas tan importantes y bellas. Sin duda Dios ha derramado abundantemente su gracia y sus múltiples dones, no sólo para los que han participado físicamente en ella, sino también sobre esa multitud ingente de jóvenes de todo el mundo que no han estado allí. Ellos necesitan –todos necesitamos– de este encuentro en que se han abierto puertas y caminos de futuro, que ya son presente.

Miro a nuestros jóvenes de España que son siempre esperanza, y son ya presente cargado de vida e inquietudes, pero que atraviesan, sin embargo, una situación nada fácil y no exenta de sufrimientos. Por ejemplo, les duele –¡cómo no!– y nos duele muchísimo a todos, el que tantos jóvenes (un porcentaje excesivamente alto) –hasta los muy preparados– no tienen un puesto laboral ni un horizonte de trabajo estable. Es verdad que no todo en la vida se cifra en un puesto laboral; pero éste ¡es tan importante para la persona, tan fundamental para su realización, tan básico para su lugar en la sociedad, tan necesario para construir su futuro y alcanzar su vocación y formar una familia, tan medular para su futuro y su dignidad y estima!

Se comprende las repercusiones y repercusiones que esto tiene, la desesperanza que origina y la quiebra humana que reporta. El clima que esta situación genera se transforma en una subcultura de decepción y alimenta un ambiente de falta de sentido y razones para vivir, hasta de conflicto y violencia. Estamos, sin duda, ante uno de los problemas más graves de la sociedad española al que todos unidos, personas e instituciones, deberíamos buscar respuestas y soluciones adecuadas (por cierto, algo deberían aportar a ello las cercanas elecciones locales y autonómicas). Todos tenemos una responsabilidad humana, moral y social y no deberíamos actuar cada uno por su parte; el bien común obliga a todos y pasa por la ayuda a los más pobres, como en estos momentos son los jóvenes.

Pero las dificultades no vienen solas. Los jóvenes viven inmersos en una sociedad, en una cultura y en un ambiente que no les favorece en modo alguno, sino todo lo contrario. Desde el imperante relativismo, la permisividad y la libertad omnímoda y sin norte como forma de vivir y pensar que respiramos, la quiebra moral y de humanidad que padecemos, la fortísima secularización, el vivir sin Dios y como en un eclipse de Él que lleva a un vivir un ambiente cerrado y sin capacidad de futuro, las ansias de tener y poder que dominan las relaciones con el mundo y con los otros, el bienestar a toda costa y el hedonismo, la creciente hipersensualidad y el goce efímero o el pansexualismo como formas de vida degradantes, las nuevas y potentes ideologías tan insidiosas como destructivas –como la de género–, una mentalidad materialista, utilitaria y pragmática que se ha apoderado de las conciencias... hasta la crisis de tantas familias y de tantas instituciones educativas: todo eso pesa sobre la juventud, que se encuentra inerme ante tanto desafío, sin que, con decisión y responsabilidad, se les ofrezcan las ayudas que necesitan y, en el fondo, demandan.

Creo que no soy pesimista, ni exagerado, con estas afirmaciones. Es preciso ser realistas; los hechos son lo que son. Es preciso comprender que los jóvenes lo tienen muy difícil para, así, estar con ellos, escucharlos, atenderlos, detenerse con ellos y no pasar de largo, como tantos otros pasaron de largo ante el herido y maltrecho tirado al borde del camino de la parábola del Buen Samaritano, del Evangelio.

Los jóvenes, como aquellos que andaba como «ovejas sin pastor», necesitan hoy sentir el apoyo real, sincero y verdadero, cercanía y solidaridad afectiva y efectiva, real compañía de gentes y guías que hagan el camino con ellos y les levanten el ánimo; ellos necesitan voces, mejor, la voz amiga, confidente, que les dice: «¡Levantaos, vamos, poneos en camino, andad adelante!»; porque ciertamente es posible, es necesario y urgente que las cosas cambien, que se reemprenda o se rehaga el camino hacia lo verdaderamente nuevo, y que hay para ellos una auténtica y real esperanza que se cumple.

Son ellos mismos, pero siempre con la solidaridad, cercanía y apoyo de todos, de la sociedad, y, sobre todo, de la Iglesia. Solos, tal vez, no pueden. Los otros tampoco podemos suplantarlos, y menos utilizarlos. La Jornada Mundial de la Juventud estimo que es una gran oportunidad que Dios les ofrece y nos ofrece en estos momentos precisos para ofrecerles esa Palabra amiga. No trato de llevar el agua a mi molino, sino al de ellos: porque es a Cristo a quien buscan –a veces sin saberlo–, a quien necesitan, quien les puede dar vida eterna y las fuerzas para rehacer una realidad nueva donde ellos recobren la esperanza y trabajen por ese mundo y cultura nuevos, maravilloso, que no es una quimera ni una fantasía, el que sólo se puede edificar sobre Cristo, pero que Él ha prometido, y es posible, ya ha comenzado.

Quisiera acabar con unas palabras de un viejo obispo, pero con corazón de joven: «Ha muerto la aventura en el corazón del hombre de hoy. Nada maravilloso le aguarda ni nada maravilloso espera. El cálculo de todo se adelanta al asombro». Cristo, el Resucitado para no morir jamás, ofrece el joven –también al de hoy, en España– razones y motivos para vivir su vida como una aventura maravillosa y promesas para poder esperar una vida colmada siempre joven. Nos duele a muchos no hacerles presente al Resucitado, Jesucristo, como Él es. Como lo hizo Juan Pablo II, como lo hizo Benedicto XVI, como lo está haciendo el Papa Francisco. Aquí está la real esperanza que la multitud de jóvenes, en España, reclaman y están aguardando como centinelas del mañana.

Publicado en La Razón el 6 de febrero de 2019.