“Yo sé que los hombres se tendrán por muy gloriosos los días de fiesta al no ceder ya a las costumbres, al traicionar sus tradiciones, al festejar el mal. Y, en verdad, experimentarán un secreto placer en la ejecución de su sacrilegio. Vuestras costumbres -dirá el necio- no tienen nada de necesario, ¿por qué mantenerlas?”. Estas palabras proféticas de Saint-Exupéry parecen brotarme de la memoria ante las palabras, no menos inspiradas, que el Papa ha recordado a la nueva embajadora de España en el Vaticano: "no faltan formas, a menudo sofisticadas de hostilidad contra la fe" que se expresan "renegando de la historia y los símbolos religiosos”; estos símbolos reflejan "la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos”, y merecen dignidad y respeto, más allá de "la burla, la denigración, la discriminación e incluso la indiferencia ante episodios de clara profanación".
No es Benedicto XVI un hombre que calle ante la injusticia. Además, su claridad en la exposición de las ideas también es conocida por todos. En su discurso a la nueva embajadora de España en el Vaticano, recordó que existe un humanismo radicalmente negativo, el pensamiento que se cierra a la posibilidad de la trascendencia, la forma cultural que no reconoce valor alguno a la razón en orden a la posibilidad de alcanzar una verdad objetiva, condenando así al hombre al solipsismo, a una inmensa soledad que hace de la sociedad una “multitud de soledades”. Expulsar la religión de la esfera pública se ha convertido en una conditio iuris para la legitimación de los intereses económicos y políticos de buena parte de nuestra sociedad. Asistimos así a la actualización del deseo expresado por el intelectual liberal Benedetto Croce: “el hombre moderno puede y debe vivir sin religión”. ¿Será posible la conversión del corazón cuando no se reconoce el valor trascendente y la religación de todo hombre? ¿Por qué existe la obstinación de rechazo al pensamiento de la trascendencia del hombre?
El eclipse de la trascendencia constituye una auténtica rémora para la restitución del propio hombre. Los cristianos deben estar especialmente dispuestos a oponer resistencia a la liquidación subjetivista y secular de abolir a Dios del horizonte humano. Unas veces será en nombre de la razón y del Derecho, otras en nombre del respeto a una cultura milenaria, y no en pocas ocasiones en nombre de la fe y de su condición de creyentes. Cualquier arquitectura diseñada con los solos trazos humanos conduce a un peligroso endiosamiento del hombre y dificulta la comunión. En la medida en que Dios es alguien imaginario, el hombre dejará de reconocer al otro como alguien real, dejará, por eso mismo, de amar. Un hombre así se encontrará radicalmente solo, en el Infierno del propio enaltecimiento de una vida sin origen ni meta.
Los últimos episodios de odio hacia la Iglesia católica en España manifiestan una cultura de la resignación y del desinterés por la verdad, de la negación y destrucción hacia lo religioso, del resentimiento y la irreverencia, de la privatización de la fe y la moral, de la relativización de los valores. Esta vuelta al fracaso ilustrado, que retira de su entramado la religión y la trascendencia como factores constitutivos del alma humana, deja al hombre huérfano de valores vinculantes, y es un signo nefasto del tiempo presente.
Benedicto XVI ha recordado que la altura de los tiempos nos ha situado ante una nueva antropología sin elevación ni excelencia, sin vida buena o trascendente, sin vida consciente y sin amor. Allá donde el hombre pierde la trascendencia se convierte en esclavo, en alguien incapaz de ofrecer la propia vida por una vida elevada. La huída de Dios recluye al hombre en el ensimismamiento de su propia dignidad, construyendo una cultura donde el pensamiento y el alma viven para sí mismos, alejados de toda perfección. “Estoy convencido -dirá Ratzinger- de que la destrucción de la trascendencia es la mutilación radical del hombre de la que brotan todas sus frustraciones; privado de su verdadera grandeza, no puede menos de intentar una fuga hacia esperanzas que son ilusorias”.
El que gobierna está obligado a reconocer el patrimonio y la casa que lo alberga, la memoria sagrada de los que nos precedieron, la necesidad de velar por mantener vivas nuestras costumbres, raíces, sentimientos y creencias. La corrupción, cuando sobreviene, no está tanto en los hombres como en la autoridad que los acoge. Cuando se vive en el respeto a la dignidad de la persona humana todo aprovecha para el amor, pero cuando se vive para sí mismo la propia virtud sólo aprovecha para el odio de lo distinto. Los creyentes deben tener garantizada la necesidad de construir en paz su propia fe. Si la autoridad política no cuida, incluso si dificulta sin respetar esta necesidad de los creyentes, no realizará su mejor finalidad de contribuir al bien común, ni contemplará la posibilidad de ver en los cristianos, como sostenía Péguy, “los más cívicos de todos los hombres”.
Roberto Esteban Duque es sacerdote.