En estos días en los que “todos” hablan del día internacional de la mujer, de la igualdad, de los cambios en el lenguaje para introducir palabras inclusivas que no desprecien lo femenino, me viene una pregunta a la cabeza: ¿de verdad esta postmoderna sociedad sabe lo que es ser mujer?
Nos bombardean con noticias, manifiestos y proclamas que nos quieren convencer de que este pensamiento actualmente dominante sobre la mujer es el correcto, el auténtico, el verdadero, el bien intencionado, por ser el más gritado; pero la realidad es que la gran magnitud de la mujer es explicada por nosotras mismas desde su trabajo sencillo, responsable, meditado, introspectivo, silencioso y transformador de la realidad en la que estamos presentes.
El tema de la mujer viene adquiriendo una importancia creciente en la cultura de nuestro tiempo. Esta reflexión, sobre lo que se conoce como la cuestión femenina, se inicia hacia finales del siglo XIX y cobra una fuerza e importancia que fue en aumento durante en el siglo XX; y hoy se ha convertido en una de las reflexiones de mayor interés y discusión en el mundo entero.
Debemos alegrarnos de que así sea, puesto que el papel protagonista de la mujer en todas las esferas de la sociedad –también en la Iglesia–, en coherencia con lo que somos y representamos, es fundamental para la construcción del bien común.
Al llevar a cabo esta reflexión, volvamos nuestra mirada a la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, escrita por Juan Pablo II en 1988.
Decía San Juan Pablo II: "Estoy convencido de que el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las discriminaciones e injusticias, sino también y sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer.”
La mujer tiene una vocación muy marcada, consecuencia de los planes de Dios para ella desde su creación, creación en complementariedad con el hombre, no en superioridad ni en inferioridad. En sus propias palabras, somos las mujeres, las que llenas del espíritu del Evangelio, podemos ayudar a que la humanidad no decaiga.
Desde una perspectiva de fe, no podemos olvidar que la mujer se encuentra en el centro del acontecimiento de la salvación del ser humano, a través de la Virgen María; y esta plenitud de los tiempos manifiesta la dignidad extraordinaria de la mujer.
Juan Pablo II quiso devolver a un primer plano el genio femenino, su vocación a la maternidad física o espiritual, desde esa sensibilidad del amor hacia lo creado y desde el ser portadoras del mensaje evangélico, testigos de la Resurrección.
San Juan Pablo II, en su Carta a las Mujeres de 1995 nos regala las siguientes palabras:
“Que se dé verdaderamente su debido relieve al «genio de la mujer», teniendo en cuenta no sólo a las mujeres importantes y famosas del pasado o las contemporáneas, sino también a las sencillas, que expresan su talento femenino en el servicio de los demás en lo ordinario de cada día. En efecto, es dándose a los otros en la vida diaria como la mujer descubre la vocación profunda de su vida; ella, que quizá más aún que el hombre ve al hombre, porque lo ve con el corazón. Lo ve independientemente de los diversos sistemas ideológicos y políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de acercarse a él y serle de ayuda. De este modo, se realiza en la historia de la humanidad el plan fundamental del Creador e incesantemente viene a la luz, en la variedad de vocaciones, la belleza –no solamente física, sino sobre todo espiritual– con que Dios ha dotado desde el principio a la criatura humana y especialmente a la mujer” (Carta de San Juan Pablo II a las mujeres, 29 de junio de 1995).
Hay tres palabras que resumen lo que es ser mujer:
Gestantes: nuestra vocación a la maternidad, a dar vida.
Custodias: en el desarrollo de la personalidad y de la visión que “nuestros hijos” tienen y tendrán del mundo, tanto en una maternidad física como en una maternidad espiritual, a la cual todas estamos llamadas y que nace del ser mismo de Dios.
Portadoras: de la verdad, de la alegría, del amor y del mensaje que Dios ha puesto en lo más profundo de nuestro ADN.
Seamos un constante canto de acción de gracias a Dios por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer poniendo de relieve, no lo que nos falta, según dicen, sino lo que somos y estamos llamadas a ser.
Asumamos el reto de ser sembradores de esperanza y de vida, de complementariedad, de buscar al otro. Así, juntos, podremos hacer un mundo mejor y podremos celebrar la “internacionalidad de la mujer…y del hombre” desde la autenticidad y el carácter genuino de lo que significa haber sido creados, amados y redimidos, diferentes, pero complementarios.
Silvia Fernández Suela es la responsable del Proyecto Ein Karem para la promoción de la dignidad, vocación y misión de la mujer, proyecto vinculado a la delegación de Familia y Vida de la archidiócesis de Toledo