Cuando hace ahora veinte años el obispo Guerra Campos nos ordenaba sacerdotes, solía decirnos que cuanto teníamos que anunciar a las gentes era lo que siempre se había anunciado. Y teníamos que hacerlo con nuestra presencia y testimonio, para que reflejando la luz de Cristo a los que andan en la noche les ayudásemos a caminar “como si viesen al Invisible”. Eran las palabras extraídas de la Carta a los Hebreos, y felizmente aprovechadas en la dedicatoria de su libro sobre el ateísmo, un formidable regalo de ordenación sacerdotal.
Los pueblos y las ciudades de antaño se entretejían de lazos vivos que mantenían a las generaciones unidas a un origen y un destino común. El templo, los ritos, las tradiciones y sentimientos religiosos elevaban al hombre más allá del poder destructor del tiempo y de la muerte. Cualquier manifestación de la vida estaba impregnada de lo sagrado, haciendo permeables, sin confundirlos, el tiempo y la eternidad, lo divino y lo humano la fe y la razón, lo privado y lo universal.
Hoy asistimos a la pérdida del arraigo y de la continuidad, de los bienes que proponía con absoluta erudición y sabiduría Guerra Campos a los sacerdotes, ofreciéndonos así la posibilidad de ejercer las magníficas virtudes del amor y de la fidelidad. Y la razón de semejante pérdida es muy sencilla: el hombre se obstina en no reconocer otro dios que él mismo, ninguna otra patria que la vida temporal. Se acepta de antemano todo cambio estructural como exigencia de una evolución incontenible. El hombre nuevo es un hombre desarraigado, autosuficiente, sin compromisos definitivos ni promesas irrevocables, irreligioso y hedonista, un hombre en el que deberá desaparecer la naturaleza humana tal como es.
En semejante ambiente o cultura, cualquier forma de lealtad es tachada de integrista, reaccionaria o inmovilista. Mientras que se acepta cualquier cambio estructural como exigencia de una evolución incontenible, atemperando cualquier magisterio su opinión a las corrientes últimas, sin conciencia alguna de incoherencia o infidelidad; cuando la misma Iglesia católica en España es presentada como enemiga de la ciencia y de la modernidad, aferrada a una mentalidad inquisitorial y cómplice de muchos males en nuestra sociedad; en la espiral relativista y hedonista, en la era irreligiosa que devora toda una tradición cultural y moral judeo-cristiana; cuando la hegemonía cultural progresista, presidida por un pensamiento débil, intolerante ante cualquier visión del mundo que no sea la marcada por el relativismo ético-cultural; en una sociedad urgida siempre de cambios, donde el apresuramiento se convierte en la ocupación habitual de una sociedad igualitaria, homogénea, carente de personalidades diferenciadas, educada en la envidia y en la nivelación de las almas, se hace urgente volver a una sociedad fundada en la tradición del compromiso y de los vínculos, en la entrega y en el amor a unas raíces como el conjunto de bienes que hay que rescatar para poder vivir en la ciudad de los hombres, sin “pedir a las obras del tiempo el cumplimiento de las promesas de eternidad”, la gran tentación de toda época, en opinión de Gustave Thibon.
En la vida de los pueblos y de las ciudades no puede faltar el anclaje de lo religioso, que constituye la superación acogedora de cuanto hay de bueno y verdadero sobre la tierra y que permite mantener el vínculo con las cosas del mundo, lejos de festejar desde la rebelión la falta de libertad de culto y el sacrilegio, las procesiones blasfemas y el hostigamiento permanente a la Iglesia. La sociedad es siempre comunidad, no mera coexistencia, un entramado de orígenes históricos y religiosos, y no simples pactos interesados, sociedad de deberes y no afán individualista de sociedad de derechos. La libertad no puede consistir en la destrucción de vínculos, temores y deberes, creencias y moralidad.
Cerca ya de revivir la Pasión de Cristo, es fácil recordar que Él, en su humildad amorosa hacia el Padre, se mostraba fiel al templo, al sacerdocio y los ritos del pueblo judío. Su única rebelión era contra los indignos representantes de la autoridad y el orden. Al igual que el testimonio vivo de Cristo nos lleva al origen divino de nuestra vida, el arraigo y la continuidad de lo recibido que debemos anunciar a los hombres, como sugería Guerra Campos, serán los principales bienes que el sacerdote procure a un mundo que espera nuestro amor, como expresión de un Amor primero que nunca nos faltará.
Roberto Esteban Duque es sacerdote