No es fácil tomar conciencia de lo que supuso la publicación del libro-entrevista Informe sobre la fe, en el que se plasmaban las conversaciones entre el entonces prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, y un joven periodista de nombre Vittorio Messori.
Ahora vivimos en tiempos de sobreexposición, con obispos dando entrevistas a diario o incluso tuiteando y cientos de libros que van de la exposición de lo que enseña la Iglesia hasta las opiniones personales más pintorescas o las banalidades más “a la última”. No era así en 1985. Que el titular de lo que antiguamente se conocía como el Santo Oficio charlara con un periodista sobre lo divino y lo humano y luego aquello se plasmara en un libro suponía una atrevida novedad que llamó la atención.
Pero hubo otros motivos para que el libro se agotase rápidamente y alcanzase nueve reimpresiones en lengua española a lo largo del mismo año 85. Empezando por el acierto de Messori al preguntar y al dejar el protagonismo a su entrevistado. Y siguiendo por las muy evidentes categoría y profundidad de los comentarios que el teólogo Ratzinger, fino observador de la vida de la Iglesia, iba dejando caer al hilo de lo que Messori le proponía. Lo que encontrará quien se acerque al libro no es aquel “perro de presa” alemán, inquisidor listo para lanzar anatemas aquí y allá, sino un cuidadoso analista reflexivo y deslumbrante. Además, y no es nada obvio, a Ratzinger se le entiende. Aunque desde entonces la enfermedad se ha agravado, ya entonces era frecuente que los eclesiásticos hablasen en esa lengua corrompida y autorreferencial con la que se puede parlotear horas y horas sin decir nada y sin asumir ningún riesgo. Es el equivalente al “politiqués” en el que suelen hablar los políticos, lo que en Francia llaman langue de bois, un mejunje de tópicos y lugares comunes sin contenido real pero que se supone que te dan prestigio aunque te alejen del común de los mortales. Ratzinger es fino, sí, y no elude matizar, también, pero nunca emplea un lenguaje abstruso ni rehúye la afirmación contundente.
Hay que entender también el contexto en el que apareció el libro. Había concluido el Concilio Vaticano II, se había adueñado de la Iglesia “el espíritu del Concilio” y la primavera prometida se había tornado un gélido invierno del que aún no hemos salido del todo. Es probable que nunca en la historia de la Iglesia las expectativas e ilusiones fueran tan altas, es seguro que nunca la Iglesia, en su milenario deambular por la tierra, ha sufrido una hecatombe como la vivida en el último tercio del siglo XX. Seminarios vacíos, miles de sacerdotes secularizados y religiosos exclaustrados, fieles menguantes en los bancos de las iglesias… y un discurso oficial que insistía en que todo iba de maravilla. Una disonancia cognitiva de libro que, no es de extrañar, dejaba aturdidos, desorientados, a muchos cristianos. No es pues de extrañar que las palabras claras, sosegadas y valientes, y el análisis riguroso de Ratzinger sorprendiera y sedujera a un tiempo. La titubeante nave de Pedro era ahora dirigida por un Papa que no se resignaba a verla naufragar, y su brazo derecho era un teólogo que había gozado de prestigio entre los más “progres” pero que había decidido ser fiel a la Iglesia antes que a sus colegas y que, precisamente por su procedencia, había calado perfectamente los motivos de la desorientación en que la Iglesia se hallaba sumida.
El libro, leído hoy en día, sigue siendo de enorme interés, pero con el añadido de que el tiempo ha confirmado mucho de lo que en aquel 1985 eran advertencias y que luego se han revelado profecías. Sin ir más lejos, cuando señala el peligro de lo que entonces ya empezaba a estar presente y ahora conocemos como “ideología de género”. Comenta Ratzinger al respecto que “el conformismo corriente es previsible: poco importa ser hombre o mujer, todos somos simplemente personas humanas. Esto, en realidad, no deja de ser grave, por muy bello y generoso que parezca. Significa que la sexualidad no se considera ya como enraizada en la antropología, significa que el sexo se mira como una simple función que puede intercambiarse a voluntad”. ¡Qué bien lo vio venir!
Informe sobre la fe constituye también la puesta de largo en público de lo que luego se conoció como «hermenéutica de la continuidad», actitud y perspectiva tan querida por el futuro Benedicto XVI. Al hilo de las preguntas de Messori va apareciendo este enfoque que el entonces cardenal Ratzinger expone con su acostumbrada claridad. Como cuando explica que “es imposible para un católico tomar posiciones en favor del Vaticano II y en contra de Trento o del Vaticano I. Quien acepta el Vaticano II, en la expresión clara de su letra y en la clara intencionalidad de su espíritu, afirma al mismo tiempo la ininterrumpida Tradición de la Iglesia, en particular los dos concilios precedentes”. Y más adelante, proclama: “no me gustan los términos pre o post conciliar, aceptarlos significaría aceptar la idea de una ruptura en la historia de la Iglesia”.
Ratzinger, lo decíamos antes, tiene en este libro el enorme mérito de afrontar la realidad sin disimulos y prueba de ello es su juicio sobre las causas de la crisis en que se encuentra sumida la Iglesia, lo que le lleva a firmar que “la crisis de la Iglesia actual es ante todo una crisis de los sacerdotes y de las órdenes religiosas”.
También señala el entonces cardenal que aquella desorientación de la que hablábamos estaba provocada por una comprensión sesgada o directamente errónea de lo que es la Iglesia. Así responde a la pregunta sobre la crisis del concepto de Iglesia: “Aquí está el origen de buena parte de los equívocos o de los auténticos errores que amenazan tanto a la teología como la opinión común católica… Mi impresión es que se está perdiendo imperceptiblemente el sentido auténticamente católico de la realidad «Iglesia» sin rechazarlo de una manera explícita… Para algunos teólogos, la Iglesia no es más que una construcción humana, un instrumento creado por nosotros y que, en consecuencia, nosotros mismos podemos reorganizar libremente a tenor de las exigencias del momento”.
Esta errónea visión se concreta, por ejemplo, en la cuestión de la intercomunión entre católicos y protestantes, algo de lo que se habla hoy a menudo pero que ya algunos planteaban entonces. Ratzinger explica muy bien el porqué de su imposibilidad: “Muchos católicos piensan que está prohibición es el último fruto de una mentalidad intolerante que ha pasado de moda… Pero no es cuestión de intolerancia ni de retraso ecuménico. Para el Credo católico, si no hay sucesión apostólica, no hay sacerdocio auténtico y por tanto no puede haber eucaristía sacramental en sentido propio. Nosotros creemos que esto ha sido querido así por el mismo Fundador del cristianismo”.
Precisamente en el ámbito eclesiológico, al que Ratzinger da un enorme valor, encontramos otra reflexión, de tono bastante crítico, que llama poderosamente la atención. Ratzinger comenta la preeminencia, tras el Concilio Vaticano II, de la visión de la Iglesia como “pueblo de Dios”, un término con el que ahora nos topamos por doquier. Pero el cardenal advertía de que con este lenguaje “corremos el peligro de abandonar el Nuevo Testamento para volver al Antiguo. En realidad, “pueblo de Dios” es, para la Escritura, Israel en sus relaciones de oración y de fidelidad con el Señor. Pero limitarse únicamente a esta expresión para definir a la Iglesia significa dejar un tanto en la sombra la concepción que de ella nos ofrece el Nuevo Testamento. En éste, la expresión “pueblo de Dios” remite siempre al elemento veterotestamentario de la Iglesia, a su continuidad con Israel. Pero la Iglesia recibe su connotación neotestamentaria más evidente en el concepto de “cuerpo de Cristo”. Se es Iglesia y se entra en ella no a través de pertenencias sociológicas, sino a través de la inserción en el cuerpo mismo del Señor, por medio del bautismo y de la eucaristía. Detrás del concepto hoy tan en boga de Iglesia como “pueblo de Dios” perviven sugestiones de eclesiología que vuelven, de hecho, al Antiguo Testamento, y perviven también, posiblemente, sugestiones políticas partidistas y colectivistas”.
Algo de esto vislumbraba hace cuatro décadas el cardenal Ratzinger en lo que ya entonces algunos empezaban a llamar “teología del pueblo” y de cuyas peligrosas desviaciones advertía ya entonces cuando explicaba que “el pueblo se convierte en un concepto opuesto al de jerarquía y está en antítesis con todas las instituciones designadas como fuerzas de la opresión. Finalmente, es el pueblo quién participa en la lucha de clases, la 'Iglesia popular' se contrapone a la Iglesia jerárquica... en el concepto de pueblo se transformó en un mito marxista la realidad del pueblo de Dios tan acentuada en el Concilio” (por cierto, el análisis de Ratzinger, escrito en 1984, sobre la teología de la liberación, breve y certero, reproducido en la parte final del libro, merece ser leído con atención también a día de hoy).
No pretendemos agotar el rico y variado elenco de cuestiones que aborda Ratzinger de la mano de Messori, pero bastará, para evidenciar el valor de este Informe sobre la fe, algunas citas sobre cuestiones hoy especialmente candentes.
Como el papel de la Conferencias Episcopales. Aquí el comentario del cardenal Ratzinger es devastador: “En Alemania ya existía una conferencia episcopal en la década de los 30. Pues bien, los documentos verdaderamente enérgicos contra el nazismo fueron los escritos individuales de algunos obispos intrépidos. En cambio, los de la Conferencia resultaron un tanto descoloridos, demasiado débiles para lo que exigía la tragedia”.
Y sobre la liturgia, afirma: “La liturgia no es un show, no es un espectáculo que necesite directores geniales y actores de talento. La liturgia no vive de sorpresas simpáticas, de ocurrencias cautivadoras, sino de repeticiones solemnes. No debe expresar la actualidad, el momento efímero, sino el misterio de lo sagrado”.
Comentando el hecho de la desaparición del latín en la misa, Ratzinger reconoce que “también este es uno de los casos de desajuste -frecuente en estos años- entre las disposiciones del Concilio, la estructura auténtica de la Iglesia y de su culto, las verdaderas exigencias pastorales del momento y las respuestas concretas de ciertos sectores clericales. Y sin embargo, la lengua litúrgica no era en modo alguno un aspecto secundario. En los orígenes de la ruptura entre el Occidente latino y el Oriente griego hay también un problema de comprensión lingüística. Es probable que la desaparición de una lengua litúrgica común venga a reforzar las tendencias centrífugas entre las diferentes áreas católicas”.
Y para acabar, y de paso disipar cualquier duda que aún pudieran albergar sobre la importancia y valor de este Informe sobre la fe, una cita de Joseph Ratzinger que es de aplicación a todo tiempo y lugar: “Debemos tener el coraje de ser inconformista ante las tendencias del mundo opulento. En lugar de acomodarnos al espíritu de la época, deberíamos ser nosotros quienes imprimiéramos de nuevo en este espíritu el sello de la austeridad evangélica”.