La década que nos asiste se podría caracterizar como la época de la deslealtad; una profunda deslealtad a la naturaleza, a la que ya no se ayuda, sino que más bien se estorba, con leyes contrarias a la verdad y el amor, violando sin pudor el aforismo primum non nocere, antes que nada, no hacer daño.
El médico, lejos de ser el ayudante de la naturaleza, pretende convertirse, auspiciado por la ley, en su maestro, magister naturae. Desposeído el mundo del carácter sagrado de la vida por la visión del paradigma progresista que deriva de la pérdida de su anclaje en la trascendencia; en nombre de la libertad y del dogma del relativismo; guiándose por un razonar desvinculado y desconociendo el valor de todo; abandonándose en una profunda corrupción, se intenta desde el Estado construir hombres a quienes ya nada se exige y todo se les suministra.
Esto quiere darnos a entender el secretario de Estado de Educación, para quien es compatible la libertad de conciencia con enseñar a abortar en la universidad, y con sufrida ironía afirma “respetar” las convicciones de los alumnos y profesores, para después exiliarlas al ámbito de lo privado, supuesto que “hay que separar” la ley de la moral y de lo religioso. A esto nos lleva el progresismo, a la estricta perversión ideológica de creer que mediante la legislación se puede hacer lo que se quiera; como si la perspectiva de la moral no fuera relativa al hombre concreto, o lo correcto no fuera siempre lo bueno.
No es algo nuevo. La sacralización de la ley instrumentalizada al servicio del poder, la sustitución del orden natural por el orden estatal, se remonta a Hobbes, quien secularizó al hombre paulino, cambiando la imagen de la naturaleza humana. Su lema es la conocida fórmula “es la autoridad, y no la verdad, quien hace la ley”, secundando así la frase de Alberigo Gentili: “callaos teólogos en los asuntos ajenos o civiles”. ¿O acaso Dios se preocupa de los asuntos humanos?
Los males a que nos llevan ciertas leyes son el reflejo fiel del hombre que se quiere construir o de la sociedad en la que se quiere habitar. El progresismo concibe la sociedad como algo extrínseco al hombre mismo, que el Estado ha de construir mediante la adaptación recíproca del hombre y del mundo organizado. Lejos de separar la ley de la moral, debemos entender que la vida pública y la privada son interdependientes. Si la primera se corrompe, la segunda no puede desenvolverse ni alcanzar su fin. No es posible un pueblo o una nación desde planteamientos estrictamente legales, discriminando la verdad o suprimiendo y vaciando al hombre del sentido de los límites que se deben preservar.
Roberto Esteban Duque es sacerdote