En puridad no habría que llamarlo feminismo, que es una expresión muy fina, sino hembrismo, que viene de hembra, en contraposición a machismo, derivado de macho, tan del gusto de las féminas feministas, que utilizan el término de machismo como arma arrojadiza contra todo aquel, cristiano, moro o anfibio que se ponga por delante. Pero no voy a enredarme ahora en una batallita semántica, aunque no deja de tener su sentido, sino ir al fondo de la cuestión.
En los últimos altercado cristofóbicos, como el asalto a la capilla de la Universidad Complutense de Madrid (CAM) con la exhibición de carne fresca de hembra airada dentro del templo, o la procesión blasfema que cierta gentuza ha programado para el Jueves Santo en Madrid, se pone de relieve el espíritu de barricada de este feminismo radical –no sé si existe otro- propio de la más rancia ideología de la lucha de clases, santo y seña del marxismo más genuino, y por ello, más demodé o apolillado.
La lucha de clases, expresada de formas y pelajes distintos según las circunstancias de cada momento, viene a ser como la médula o esencia del pensamiento revolucionario que puso a rodar el filósofo prusiano de Tréveris, Carlos Marx, para mantener la guerra permanente contra le “burguesía”, hasta su total extinción, por aniquilamiento, junto a la Iglesia católica y demás expresiones cristianas, por considerarlas parte y sostén de la clase burguesa dominadora y opresora.
Pero la verdadera fobia al cristianismo no obedece a esta visión de las “clases” sociales, sino a la incapacidad del marxismo para sostener la mirada al cristianismo, sin recurrir a la violencia. Mientras este último es la quinta esencia del amor, la doctrina de Carlos Marx es el precipitado químico del odio. Cristo dijo, repitiendo consejos del Antiguo Testamento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”; el marxismo, en cambio, se empeña en mantener viva la guerra civil permanente por uno u otro motivo.
Marx, sus epígonos y derivados, en una interpretación maniquea del proceso histórico –social, político, económico, cultural, etc.-, donde siempre tienen necesidad de un enemigo al que combatir, “inventaron” inicialmente, sin reparar en medios, la lucha de clases: el proletariado versus la burguesía, las clases desposeídas contra las clases poseedoras o capitalistas, etc. Pero a medida que el capitalismo se desarrolló, ofreció mejores retribuciones, los asalariados subieron de nivel social y las barreras clasistas en buena parte se difuminaron, pasó lo del chiste. Saben aquel que dice, diu, según el inolvidable Eugenio: un currito fue generosamente afortunado en un sorteo de lo que fuese, y de inmediato agarró el teléfono para comunicar a su jefe político: “Pepe, bórrame del partido, que me ha tocado la lotería”. Este chiste, convertido en realidad, lo vio con absoluta clarividencia el fundador del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramci, que recomendó a los suyos olvidarse de la tropa de a pie y esforzarse por penetrar en los medios culturales, sobre todo prensa y sistema educativo. Y en esas estamos, especialmente en la Universidad y la enseñanza en general, de donde parten ahora los mayores ataques a la Iglesia y a sus instituciones.
Los marxistas, sus variantes “revolucionarias” y demás busca ruidos o tocanarices (troskos, anarcos, ecologetas, feministas, anfibios y tornasolados, etc.), desdeñando al proletariado que en el mundo desarrollado en gran medida ha dejado de existir, se han dedicado a descomponer moralmente a grupos sociales vulnerables. Primero vino la revolución cultural del sesenta y ocho (“sexo, drogas y rock and roll”), en la que trataron de enfrentar a los jóvenes, especialmente universitarios, con sus padres y profesores, según el modelo de las famosas revueltas del Mayo francés. Luego vino el ecologismo de trinchera, con sus feroces campañas antinucleares, a veces bien engrasadas por algunos países productores de crudo. Y aún estamos en esas, en particular después del tremendo maremoto del Japón. Más reciente o al mismo tiempo, da igual, hizo acto de presencia con furia, el feminismo radical y sus colegas viceversa, que quieren imponer a toda costa –o sea, por las buenas o por las bravas- su credo contra natura al resto del personal. En fin, que por una u otra razón, siempre están en guerra contra alguien. Los niñatos de la gauche divine se aburre, y busca emociones fuertes embistiendo a la Iglesia, con el consentimiento de las propias autoridades que tenemos la desdicha de soportar. Este es el panorama.