HA cumplido noventa y cuatro años, está postrada en una silla de ruedas, tiene el brazo izquierdo impedido y una sordera galopante; pero mantiene el alma avizor y la vocación intacta, la sonrisa núbil y una elegancia incólume en los gestos, como si acabara de estrenar la vida. Mercedes Salisachs acaba de publicar su última novela, El cuadro(LibrosLibres); y hasta Madrid se ha venido en tren desde Barcelona, desafiando las injurias de la edad, para presentarla, llena de ese entusiasmo sagrado de quienes aman su oficio como aman la propia vida, con abnegación y júbilo, con esa felicidad monda y lironda que no pone reparos ni condiciones, que se dona y se gasta hasta el último aliento. Mercedes Salisachs había pedido a su editor que fuera yo quien presentara su novela; y yo accedí lleno de abrumada zozobra, como quien recibe una gracia que no merece. Nunca había tratado a Mercedes Salisachs, fuera de alguna remota conversación telefónica y algún vago intercambio epistolar; y su misterio de gran señora me intimidaba un poco. No en vano uno es un paleto con propensiones mitómanas.

Pero me bastó sentarme a su lado para descubrir que ese misterio que tanto me intimidaba es el misterio matinal, cordial, frugal, propio de los espíritus superiores; un misterio sin jactancia ni artificio que viene de lo alto y se posa en las cosas con la levedad de una mariposa, sin hacer ruido, sin atreverse apenas a batir las alas, como una luz de domingo que entra de incógnito en la casa y llena de beatitud las estancias, deteniendo los relojes en la hora exacta del milagro. Mercedes Salisachs vive en íntima comunión con ese misterio que la habita; y su escritura, desdeñosa de las modas, despreocupada de halagar el gusto contemporáneo, parece acogerse a la enseñanza de aquel personaje del romancero: «Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va». La canción de Mercedes Salisachs puede sonar extraña en un mundo estragado de fanfarrias y estrépitos: es la misma canción sigilosa que escuchamos en el murmullo de la fuente o en la nieve herida por la pisada de un pájaro; una canción elemental, enamorada de las cosas menudas, que nos lava por dentro y nos devuelve el candor de la infancia, sepultada entre hojarascas y pecados.

En El cuadro, Mercedes Salisachs ha adelgazado su escritura al máximo, hasta reducirla a la pura osamenta. Es como si la escritora, expuesta ante las verdades definitivas que sólo en la penumbra de la edad última se vislumbran, quisiera aligerarse de equipaje, para penetrar en la vibración más secreta de las almas, allá donde la retórica literaria no puede alcanzar. Mercedes Salisachs no evita las realidades amargas de la vida, esas regiones donde se retuercen las serpientes del dolor; pero la sabiduría de la edad última le ha enseñado a sobrevolarlas pudorosamente, con la vista clavada en un horizonte que restaña las heridas. Y así su novela, que empieza siendo la crónica de una orfandad, entretejida de silencios y de ausencias trágicas, se va llenando poco a poco de una presencia paternal y gozosa, a medida que avanza la pesquisa del niño protagonista. Con noventa y cuatro años cumplidos, impedida y llena de achaques, Mercedes Salisachs nos revela en El cuadro la canción que la mantiene jubilosa y llena de brío: una canción por la que merece caminar a su lado, con el alma avizor y la vocación intacta, como si acabáramos de estrenar la vida.

www.juanmanueldeprada.com