Aumentan las guerras, los ataques bélicos y la violencia en estas últimas semanas. Bajo el amparo de las Naciones Unidas inició, hace poco tiempo, el ataque armado a Libia. Y sin terminar éste, también bajo las mismas Naciones Unidas está llevándose a cabo la defensa violenta de Costa de Márfil. Ante tanta guerra, ante tanta sangre, ¿qué piensa Benedicto XVI? La respuesta la he encontrado en el segundo volumen de su libro, Jesús de Nazaret, al reflexionar sobre el derramamiento de sangre de aquel famoso Jueves Santo.
“La sangre de Jesús no se derramó contra nadie, sino por muchos, por todos... Todos nosotros necesitamos la fuerza purificadora del amor, y esta fuerza es su sangre. No es maldición, sino salvación”. Parece que las disputas internacionales nos ambientan la cercanía de la Semana Santa. Hubiera sido mejor otra preparación, sobre todo para las víctimas de estos ataques, víctimas inocentes. Pero los hechos han venido así. Legitimada o no, es evidente que se está derramando sangre, y sangre inocente.
Dios “está cercano, presente y partícipe en el sufrimiento provocado por una violencia homicida de la que sólo puede alegrarse el que es enemigo de la humanidad”. Porque la guerra, la muerte violenta, el dolor, siempre nos hace sufrir. En este mundo globalizado, lleno de intereses económicos internacionales, de una difícil tensión de poder, con fuerzas a veces ocultas para ayudar u olvidar a un país, corremos el riesgo de convertir los conflictos y guerras en una película más de las muchas que vemos durante la semana, sentados cómodamente en el sofá de nuestra casa.
¿Es justo y legítimo el ataque a Libia, para defender a la población del poder dictatorial de su jefe militar? ¿Está permitido atacar Costa de Marfil para garantizar la protección de los civiles? ¿O se trata de una intervención motivada por los intereses económicos y estratégicos de determinados países, mientras se deja caer en el olvido a otros muchos?
“Todos nosotros necesitamos la fuerza purificadora del amor”, y creo que esta es la lectura cristiana que se puede hacer de tales acontencimientos. Y a partir de este amor, amor humano y Amor Divino, luchar por la defensa de los derechos básicos, de la vida, de la libertad religiosa y social para todos.
Como constatamos a diario, guerras siempre habrá. Guerras lejanas, terribles, con bombardeos, muertos, disparos. Guerras más pequeñas, sin armas, como la lucha contra el paro, en constante y peligroso ascenso, contra la corrupción política que parece campear a sus anchas, contra la trivialización de los valores específicamente humanos y el reino del materialismo, la técnica omnipotente y sin escrupulos.
Al pensar en el número de parados, nuestra mente va a los ambientes donde estos encuentran apoyo, ayuda, principalmente la familia. ¿Por qué ahí encuentran sustento? Porque son amados, el amor que purifica y fortalece el mundo. Y cimentados sobre ese fundamento, se puede contruir el progreso humano y material. El amor no es sólo un mandamiento divino, propio de los cat´licos, ni una palabra vacía, manoseada, en una sociedad pansexualista. El amor es el componente humano que nos hace vivir en este mundo, caminar y crecer en nuestro camino. Es lo que nos hace hombres, y lo que nos distingue como hombres.