Estamos en junio, mes que se ha arrebatado al Sagrado Corazón de Jesús para dedicarlo a la promoción de todo tipo de pecados y perversidades encubiertos tras una “diversidad” tan amplia como el mismo abecedario.
Por ello, no debería sorprendernos que el pasado 23 de mayo el parlamento alemán aprobase el proyecto de ley presentado por el gobierno federal que elimina la sección del Código Penal que tipificaba como delito grave la posesión de material de abuso sexual infantil. Con dicha reforma (en cuanto entre en vigor), la posesión de pornografía infantil pasa a ser un delito menor, lo cual provocará la reducción de las penas por “difusión, adquisición y posesión de contenidos pornográficos infantiles”.
Los legisladores han justificado su acción argumentando que, debido a la "gran proporción de delincuentes juveniles" que posee pornografía infantil, la despenalización era necesaria a fin de “enfrentar” el problema de varios perpetradores que actúan “por impulsos típicos de la etapa de desarrollo adolescente, como la ingenuidad, la curiosidad, la sed de aventuras o el deseo de impresionar”.
Así, a pesar del rechazo de la gran mayoría de la sociedad por la pederastia, varios “líderes democráticos” han dado un paso más en la normalización de dicha aberración, la cual empezó a confeccionarse desde la década de 1940 por Alfred Kinsey. Sus libros Comportamiento sexual en el macho humano (1948) y Comportamiento sexual en la hembra humana (1953), ambos financiados por la Fundación Rockefeller, fueron considerados auténticas "bombas atómicas” y constituyen unas de las publicaciones más exitosas e influyentes del siglo XX.
En dichas obras, los datos obtenidos en entrevistas realizadas a prisioneros, minorías sexuales, prostitutas y hasta pederastas fueron presentados al público como si se tratase del comportamiento del estadounidense promedio. La gran difusión que se hizo de sus “descubrimientos” revolucionó la percepción de la sociedad sobre la sexualidad al difundir la falsa idea de que los comportamientos sexuales más inmorales, degradantes, dañinos e intrínsecamente desordenados eran prácticas “saludables” y, por lo tanto, normales en la sociedad en general.
Esto, a pesar de los problemas, que más tarde salieron a la luz, respecto a los métodos de investigación de Kinsey, debidos no solo a su sesgo y manipulación sino a la ilegitimidad de los datos recolectados. Pues es sabido que presionó tanto a estudiantes como a miembros de su equipo a realizar todo tipo de prácticas perversas (las cuales grababa) y llegó incluso a investigar el “comportamiento sexual” en niños de hasta cinco meses de edad.
A pesar de esto, su influencia, debida en gran parte a que tanto él como sus colegas fueron retratados como científicos eruditos y hombres de familia, fue tal que, solo una década después de que se publicaran sus informes, se introdujo el primer anticonceptivo oral y se inició la revolución sexual.
De esta manera, Kinsey, quien afirmase: "Solo hay tres tipos de anomalías sexuales: abstinencia, celibato y matrimonio tardío”, contribuyó al rápido colapso de la moral sexual al desligar la sexualidad de la procreación y del matrimonio mediante la promoción de la anticoncepción, la masturbación, la pornografía, el aborto, el amor libre, el matrimonio abierto y una diversidad de prácticas obscenas.
Sus monstruosas ideas (que ridiculizaron la modestia, el pudor, la castidad y la pureza y normalizaron las conductas más abyectas) se siguen difundiendo en varios institutos, al grado que su trabajo sobre la "sexualidad infantil" (obtenido a través de abominables abusos a infantes) sigue siendo la base de la llamada “educación sexual integral” (promovida actualmente por varios líderes políticos y por importantes organismos internacionales) que expone aun a los niños pequeños a una visión distorsionada y amoral de la sexualidad al enseñar que prácticamente cualquier actividad sexual es normal y saludable mientras sea consensuada.
El fruto de haber eliminado la moral sexual está a la vista y no es, como prometieron sus promotores, una sociedad más libre y feliz. Por el contrario, al rechazar la libertad que otorga la virtud de la castidad, la sociedad se ha vuelto esclava de sus más bajas pasiones. Divorcio, aborto, uso de pornografía, abuso, depresión, ansiedad, drogadicción y hasta suicidio son resultado de haber reemplazado el amor por el sexo.
Afortunadamente, la pedofilia aún sigue siendo repulsiva para la gran mayoría de la sociedad. Mas, hace unas décadas, la legalización y aceptación general de tantas conductas inmorales era impensable y hoy son vistas como “normales”. ¿Qué nos hace suponer que en esta ocasión será diferente? Más, cuando la hipersexualización de los niños se lleva a cabo en muchas aulas pero también (y es lo más triste) en muchas casas a través de series, películas, espectáculos, libros, canciones, bailes y hasta modas.
Despojamos a las relaciones sexuales de su finalidad procreadora y del marco del matrimonio rebajándolas a un mero acto de placer. Arrebatamos al hombre y a la mujer su identidad llamando a las diferencias, entre ambos sexos, simples constructos sociales. Encubrimos las desviaciones de atracción y orientación. Del amor libre y sin compromiso, pasamos a 'el amor no tiene sexo'; del amor es amor, si no hacemos algo al respecto, pasaremos a 'el amor no tiene edad' y, con ello, a normalizar una conducta que, por aberrante, es innombrable.
La revolución sexual ha trastocado los principios más sagrados y no ha respetado ni a los más inocentes. No permitamos que nuestros hijos, ni los hijos de nadie, sigan sumándose a sus incontables víctimas. Defendamos las almas que el cielo nos encomendó con todos los medios a nuestro alcance y, sobre todo, formemos a nuestros hijos en las virtudes cristianas, especialmente en la pureza de corazón, tan desdeñada hoy en día y que, como nos recuerda San Agustín, ocupa un lugar glorioso y distinguido entre las virtudes porque sólo ella permite al hombre ver a Dios.