La apostasía formal, explosión pública del rechazo a Dios, solo es imaginable en un estadio de descomposición absoluta. Por ello está siendo precedida por la preparación dialéctica de la apostasía, tanto más difícil de detectar cuanto más sutil. El anticristianismo impulsa un deslizamiento pre-apóstata, sin provocar alarmas, midiendo exquisitamente las alteraciones del lenguaje y acentuándolas al mismo tiempo.
 
Esta gradualidad es el dispositivo mejor programado por la secta infiltrada en algunos medios eclesiásticos. Consiste, en síntesis, en aprovechar la inercia del diálogo de la Iglesia con el mundo - y de las relaciones de coexistencia con los poderes políticos – para introducir y consolidar, poco a poco, nociones extrañas al magisterio e incompatibles con el dogma. Nociones que encierran una carga dialéctica, pues subsumen el hecho religioso en los paradigmas vigentes, amputando toda sobrenaturalidad. Con frecuencia, la introducción de dichas nociones se escuda en el diálogo legítimo, ya que la esperanza de alcanzar una racionalidad común obliga a tomar en cuenta, en su formulación casuística, nociones cuyo significado tendría un juicio expeditivo desde la filosofía perenne.
 
La supremacía divina, o la “soberanía” en lenguaje moderno, es la piedra de toque subyacente en todo debate con la cultura política: Si es legítimo, hasta cierto punto, soslayar esta exigencia de fondo en aras de la paz, en cambio no lo sería hacerlo de manera que se consoliden en el acervo cristiano expresiones tan ambiguas como para comprometer la lógica elemental de la fe.
 
Que la Iglesia sufre la exposición a una cultura manipulada es un hecho. La manipulación resulta evidente en la subliminalidad generalizada desde los mensajes icónicos; aunque la penetración en el acervo eclesiástico no se produce a través de las pantallas – que son principalmente instrumentos de presión psicológica y disolución moral (Ap 13, 15) – sino, sobre todo, a través de distorsiones del lenguaje: La pre-apostasía religiosa es una distorsión del lenguaje antes de serlo del contenido dogmático. El lenguaje es su vehículo preparatorio y conductor. Vehículo tan gastado como el espíritu positivo de Compte. Pero ya no basta retrotraer el análisis hasta él, o examinar las asechanzas de la escuela de Frankfurt y de la lingüística estructuralista, si no se ilumina el fondo del problema: Es preciso, como diría Donoso, desnudar el nervio teológico – no ateo sino luciferino - de la pretensión positivista y marxista, que está, digamos, casi explícito en algunos planteamientos de Lukacs, de Levy Strauss [1] o de Marcuse. Porque ya no asistimos a una ofensiva contra la civilización – ya no hay más civilización real que la conciencia cristiana allí donde subsiste – sino a una trituración apresurada de sus residuos.
 
Una vez más, la descolocación escatológica es la causante de visiones deficientes del problema: No puede entenderse la mixtificación del lenguaje si no se reconoce el misterio de anomía. La carencia de norma (2 Ts 2, 4) como generadora de las nuevas imposiciones discursivas: La distorsión del lenguaje religioso borra sistemáticamente, o relega al plano mítico-simbólico, cualquier fórmula de sometimiento filial a la voluntad divina. Dicho sometimiento se expresaba en el rechazo, también conceptual, del pecado y por eso toda la dinámica corruptora puede sintetizarse como abolición del NO.
 
La negativa, cualquier negación, aunque forme parte esencial del lenguaje evangélico (sea vuestro lenguaje sí, sí, no, no - Mt. 5, 37) y constituya uno de los presupuestos básicos del libre albedrío humano, porque sin ella, sencillamente, no hay libertad, ha sido satanizada hasta el punto de que el concepto de “negatividad” se consolida como una de las etiquetas más peyorativas. Tal fenómeno es resultado de una manipulación meticulosamente planificada: La “negatividad” ha sido proscrita por el Nuevo Orden Mundial, con una percepción realista, aunque externa, de la comunicación humana, que traiciona inspiración preternatural. Para comprender su eficacia conviene tener en cuenta el postulado, de raíz tomista, de que “la afirmación del bien mueve más las voluntades que el rechazo del mal” totalmente cierto, aunque con frecuencia se olvida la advertencia inmediata del aquinatense de que los bienes no pueden subsistir simultáneamente con el pecado, que requiere rechazo (Compendium, CXLIV).       
 
Recordemos que el “pensamiento positivo” fue denunciado por prófugos como Randall Baer o Marino Restrepo (junto con la “auto-realización” y “la auto-estima”) como el tercero de los pilares de la New Age. Este “pensamiento positivo” consiste para la New Age en “desprenderse de nociones que provocan desconfianza acerca del propio valor” y de “nociones que producen dolor o insatisfacción”: Las nociones cristianas de pecado, contricción y sufrimiento reparador han sido expresamente excluidas del “pensamiento positivo” y señaladas como “negativas”; junto con todas las virtudes de carácter ascético. Para entender la intención última de esta manipulación es suficiente tener presente la explícita “negatividad” de la parte normativa de la Ley divina: “No matarás... No cometerás... No...” El Dios del gran Sí a la humanidad es al mismo tiempo el Dios del continuo NO al pecado. Y la vocación del Hijo del Hombre se inició con una negación tajante: “Está dicho, NO tentarás al Señor tu Dios” (Lc 4, 12).
 
Amputar de la comunicación humana el NO, supone barrenar toda la estructura del lenguaje, amordazando el libre albedrío y maniatando la voluntad. La concepción antropológica que impone dicha amputación no es que ignore la incidencia del pecado en el espacio humano, sino que, conociéndola perfectamente, la asume como un “factor positivo”. Pero el hombre constreñido a decir sí a las pasiones y las estructuras perversas se convierte en un títere. El sí, desconectado del no, mutila la lógica y la moral de la misma manera que la amputación de una pierna impide caminar.  
 
La penetración de este lenguaje corrompido en los medios católicos ha adquirido enorme amplitud: En lo cívico, por ejemplo, encontramos convocatorias donde el no al aborto “lleno de negatividad” se sustituye por un “positivo” sí a la vida, genuflexo ante la moda: Como consecuencia, la respuesta a estas convocatorias – pues aun queda bastante sentido común - se ve disminuida a esa décima parte dispuesta a bailar con globitos y a calendarizar el genocidio. Hay también universidades muy católicas que ofrecen entre sus pautas evangelizadoras recetas adaptadas: El kerigma debe ser “relevante” -¿acaso el verdadero Evangelio no lo es siempre? – claro y “positivo”: Pasmosa contradicción. ¿Qué es más claro, predicar “sé puro” o advertir “no cometas actos impuros”; predicar “vive” o advertir “no matarás”? El lenguaje negativo de la norma divina es de una claridad inigualable.
 
Incluso en el discurso pastoral tropezamos con “positividades” significativas: La respuesta a la ofensiva “laicista” se programó en su momento (2006) como “anuncio del sí de Dios a la humanidad”. Ese SI de Dios a la humanidad – indudable – si hubiese estado acompañado por el anuncio correlativo del NO de Dios al pecado, incluido el pecado estructural, habría podido reavivar algún rescoldo profético. Porque la exclusividad en “lo positivo” contrasta demasiado con la situación desoladora impuesta fácilmente a un pueblo bautizado en su inmensa mayoría. La escasez de “negatividad” ha inquietado lo suficiente al Papa como para amonestar a un colectivo episcopal cercano – el británico – “aseguraos de presentar en su plenitud el Evangelio que da vida, incluso aquellos elementos que ponen en tela de juicio las opiniones corrientes de la cultura actual”.
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Al calor del creciente consenso “positivo” surgen como hongos “colaboradores pastorales” que predican, ya sin rebozo, contra el valor salvífico de la Cruz: ¿Cómo podría salvar el dolor, aunque sea el dolor de Dios? Algo tan “negativo”. Comparecen en escena los “positivos” apóstoles de la iglesia falsa del Anticristo, cuya especialidad es la perversión del lenguaje religioso (Ap 13, 11) Y dejan también sepultado, de paso, el arcaico y “negativo” Vaticano II, que exhortaba: “El que anuncia el Evangelio se atreva a hablar de Él como conviene, sin avergonzarse del escándalo de la cruz” (Ad gentes, 24).
 
Satanás ha sido el gran negador en la creación (“non serviam”) y resulta que ahora, cuando su dominio – efímero – sobre las estructuras contamina todos los ámbitos sociales, desde el juguete infantil hasta la imagen y el arte, nos propone ladinamente la abolición del NO: Nos intenta arrebatar así la principal llave semántica de la libertad cristiana.
 

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