Pablo VI se preguntaba en 1974 “si el mundo todavía tolera una religión como la nuestra”. El mundo no tardaría en darle una respuesta. En la sede del diario ABC se celebraba el pasado jueves 31 de mayo una doble mesa redonda bajo el título “Regeneración moral frente a Ingeniería social”, con distintas ponencias por parte de ilustres representantes del ámbito académico, intelectual y político, y con la pretensión de que España pueda salir de una auténtica crisis cultural. La conclusión es que el mal es un proyecto político, que el Inquisidor no está con Cristo sino con el “padre de la mentira”, el “espíritu de la nada”, que intenta corregir la obra de Cristo sin tolerar “una religión como la nuestra”.
 
Aunque en España tengamos que buscar un momento crítico para comprender lo que se ha venido denominando como “ingeniería social” -proyecto auspiciado de modo flagrante por el legislador y “cuyo eje central es la ideología de género”, como sostiene Juan Manuel de Prada-, el nuevo orden es un viejo propósito de religión secular, de hombre nuevo emancipado de la religión tradicional, impermeable a cuanto no proviene de los sentidos; un pensamiento ideológico que resulta de la negación de lo sobrenatural y donde lo cultural es lo natural, su verdadero modo de vida.
 
El evidente objetivo, una vez sacralizada la vida política, consiste en “cambiar las conciencias”. O bien se modifican las estructuras desde una nueva antropología, o bien se cambia la naturaleza humana mediante la alteración de la conciencia. Es la idea rectora del progresismo, una mutación antropológica, una transformación del hombre realizada desde la educación, las reformas estructurales adecuadas, el parlamento y los medios de comunicación social.
 
El presupuesto será la destrucción del hombre como imagen de Dios, y como término final la aquiescencia en una beatitud obtusa, una actitud de castrados que prescinden del espíritu. Para alcanzar este objetivo, este viejo orden que es la muerte de Dios, hay que acceder al poder, desde donde se procederá a la negación y la transformación, a la genesiaca idolatría del “seréis como dioses”. Ya lo sentenció San Agustín: “busca crearte a ti mismo y crearás una ruina”.
 
En la leyenda de El Gran Inquisidor, que Dostoievski nos ofrece en Los hermanos karamazov, se formula de modo magistral el mito del hombre nuevo, un hombre igualitario y colectivo. Si la sociedad rechaza a Cristo, el hombre queda solo consigo mismo para gestionar su propio destino, y su libertad sucumbe al egoísmo. En España son muchos los que se han lanzado a reconstruir este viejo orden fundado en dar la vuelta a los valores cristianos y en la reconstrucción del hombre; demasiados los que han optado por el orgullo que proclama la autosuficiencia y la voluntad de hacer de menos a Dios, en vez de la humildad que reconoce el límite y adora en silencio; legión cuantos se obstinan en divinizar su propia voluntad y despreciar la verdad. Todos estos monstruos provienen de la Torre de Babel, otros del Palacio de Cristal, y otros del subsuelo. Son las tres metáforas con las que Dostoievski se refiere al Estado, a la razón pura y al nihilismo.
 
En España, se ha abusado en ciertas leyes desatendiendo el orden moral, saltándose el principio de precaución moral en cuestiones como el aborto, el matrimonio homosexual, la investigación biomédica o la asignatura de Educación para la Ciudadanía, y apelando simplemente a referencias de mayorías electorales o a las tendencias dominantes de la opinión pública. Sin deliberación moral sólo habrá leyes destructivas del orden y de la convivencia humana. Dictaminar leyes no sometidas a deliberaciones morales previas sólo puede llevar a una excesiva autonomía de la política respecto a la moral. Las consecuencias son claras: relativismo, ausencia de la verdad y una invasora ideología de género consustanciales al proyecto educativo por parte del Estado.
 
La razón, por su parte, es el más corrosivo oponente del cristianismo, según André Glucksmann; una razón “que no peca ya por arrogancia, sino por renuncia suicida”. Ha pasado ya el tiempo en que la Iglesia se enfrentaba a una razón invasora; el peligro ahora viene de una razón débil, agresiva con la Revelación y la misma Iglesia. Lejos de desconfiar de ella, la razón humana es fiable, como afirma mi amigo, el profesor Francisco J. Contreras, porque es un reflejo de la razón divina. Podemos fiarnos de nuestra razón porque nos fiamos de Dios.
 
En su diálogo con Marcello Pera, Benedicto XVI muestra dos posibles futuros para Europa. Uno de ellos, desalentador: en su Decadencia de Occidente, Oswald Spengler dirá que la historia está hecha de ciclos culturales, y el nuestro se encontraría prácticamente periclitado. Frente al pesimismo de Spengler, Arnold Joseph Toynbee manifiesta que Occidente está en crisis, pero podría producirse una reacción si Europa reencuentra energías cristianas. Sería, pues, deseable, una recristianización del continente europeo en orden a la salvación. Ratzinger apuesta por el escenario abierto y esperanzador de Toynbee. Unas “minorías creativas”, que serían los católicos europeos, estarían llamados a desempeñar la tarea de hacer presente a Dios entre las masas y rescatarlas de su decadencia. En este sentido, los no creyentes de “buena voluntad” deben colaborar con los cristianos en la regeneración moral de Europa, construir una ética veluti si Deus daretur. La Iglesia deberá acoger a quienes se proclaman “ateos, pero católicos”, agnósticos de buena voluntad que buscan una unidad de acción con los cristianos en orden a la defensa de unos principios básicos de moral occidental.
  
Finalmente, el nihilismo es consecuencia de la exclusión de las creencias y de la tradición, de una época de desfundamentación, como afirmara Zubiri, que es nuestra época, del intento de destrucción del tradicional orden cristiano, sustituido por el orden estatal y la pura normatividad secular, de la idea no tanto de la ausencia de verdad, sino de la concepción de la misma como expresión de la voluntad de poder.
 
La propuesta progresista del proyecto de ingeniería social consiste en destruir la visión del hombre, del mundo y de Dios, desde la política del poder. Abolir las formas de vida tradicionales sólo puede ser fruto del relativismo, que ha roto las comunidades de tradición y memoria. Se precisa cada día más una cultura postmaterialista, que devuelva la confianza perdida en la vida política, una regeneración de la vida pública que respete un orden moral natural.

Roberto Esteban Duque es sacerdote.