En esta época moderna -la era de la comunicación, o mejor dicho, “de la conectividad”-, hay una afirmación que parece irrefutable: si tu empresa, tu asociación, tu fundación… no está en internet, no existes. Cada vez se constata más que la primera reacción ante algo desconocido, persona, cosa o experiencia, es buscarlo en internet. Lo que antes era una buena enciclopedia ya ha sido sustituido por Google o Wikipedia, lo cual no deja de ser un cambio social importante y en ocasiones demasiado arriesgado.
Pero los algoritmos de este macrogigante son un tanto peculiares, y muy fácticos. Son algoritmos principalmente cuantitativos, numéricos, que dependen del número de visitas, de la cantidad de likes, de la calificación de los internautas. Es cierto que hay usuarios que tienen más peso en estas valoraciones, pero la consecución de ese peso se basa, o bien en un tema económico e ideológico, o bien en una valoración cuantitativa de sus mismos datos. Dicho de modo sencillo: un like de un influencer pesa mucho no por el influencer, sino por el número de seguidores que tiene. O una opinión de cierta empresa pesa por el dinero que mueve la empresa o la cantidad de dinero o de movimientos que provoca.
En esta “dictadura del dato” siempre me he preguntado: ¿esa calificación corresponde con la realidad, o sólo tiene el valor de unos kilos de hojas que van y vienen según sople el viento, el viento de la moda, el viento del dinero o el viento de las ideologías?
El buen empresario, la asociación con grandes ideales o el particular virtuoso tienen que bailar al ritmo de esta música, tienen que hacer malabarismos para ajustarse a este vaivén sin renunciar a sus principios e ideales. No es fácil, y quizás por ello el término “navegar por internet” sea tan apropiado. El problema está servido: ¿plegarse a las leyes cuantitativas del mercado, del imperio de los datos, o centrarse en la calidad empresarial o humana?
La respuesta no es sencilla, ni se puede resumir en una breve receta. Pero nos puede ayudar el símil de la construcción: el edificio tiene que ser grande, bonito, llamativo, pero tiene que estar bien cimentado, bien estructurado, con sólidos cimientos y fuertes bases. Dígase lo mismo de un árbol. Es importante que tenga buenos frutos, o grandes ramas que den sombra al paseo, pero tiene que tener una buena raíz, profunda, que garantice que seguirá en pie también cuando vengan los tiempos duros.
Hace años escuché de un obispo italiano, no recuerdo el nombre, que en la Iglesia, en el Vaticano, teníamos una persona muy “radical”, o sea, con una raíz muy profunda. Hablaba, en aquellos años, de la figura de Juan Pablo II. Una persona muy bien enraizada, y que precisamente por eso dio los frutos que dio. Su raíz estaba en Dios y “en aquel que revela el hombre al propio hombre”, Jesús de Nazaret.
Su antropología se puede definir en dos definiciones de hombre, una filosófica y otra teológica. El hombre como espíritu encarnado, sujeto en el que se une totalmente su corporalidad y su trascendencia, que se realiza como hijo, hermano, padre y esposo. Y el hombre como imagen de Dios, imagen según la cual ha sido creado, e imagen que debe mantener, cuidar, perfeccionar. Es un rápido resumen, sin querer ser exhaustivo, de Redemptor hominis, Familiaris consortio y la Carta a las familias.
Han pasado muchos años desde que Juan Pablo II inició su pontificado, un 22 de octubre de 1978. Pero los grandes hechos crecen a medida que nos distanciamos de ellos, que los vemos con la perspectiva del tiempo, de las distintas explicaciones, interpretaciones, iniciativas, profundizaciones. El paso del tiempo es como un filtro, en el que retenemos lo grande, importante, las raíces del hombre, y vamos olvidando la hojarasca de datos, de visitas, de likes.
Es cierto que hay que saberse mover en medio de este malabarismo, pero poniendo primero el cimiento, la raíz, sin miedo a ser verdaderamente radical. Juan Pablo II, ese titán bien enraizado, también supo “jugar el juego de su tiempo”. Como buen poeta y actor, supo mover a las muchedumbres, pero su raíz no estaba en los millones de kilómetros que recorrió, ni en los millones de personas que acudieron a sus celebraciones, sino en aquel que revela el hombre al propio hombre. Y por eso el vendaval de los tiempos, de las circunstancias, no pudo con él.