Los últimos episodios de snobismo y de intolerancia laicista hacia Cristo y su Iglesia, en la secular pretensión de expulsar la fe de la esfera pública, dañando con procesiones blasfemas los sentimientos religiosos de millones de españoles, y atentando contra el derecho al culto público de todo ser humano, sólo son el espantajo oficial del objetivo principal de la lucha política contemporánea: la destrucción del êthos cultural. Ya lo predijo San Pio X cuando hablaba de una nueva religión universal, sin dogma ni jerarquía, bajo pretextos de libertad, un espíritu totalitario que en lugar de respetar y construir sólo busca la decadencia.
La causa del actual radicalismo laicista consistiría en el esfuerzo titánico por revocar la religión tradicional, en la defensa del librepensamiento frente a la opresión de las costumbres y creencias, motivos oficiales por los que el mismo Sócrates fuera condenado a muerte de modo tan injusto como falso por el Tribunal de Atenas. Parecida pesadumbre expresaba Rousseau al lamentar que el cristianismo lo había impregnado todo, debiendo sustituir el Estado Político de Hobbes, el Leviatán, por el Estado Moral, al que trasladó todos los sentimientos religiosos, haciendo de éstos un mero asunto individual, íntimo y aislado.
El laicista radical niega el orden y todo lo hace relativo al hombre. No ama las creencias, ni respeta el bien y la verdad. No teniendo nada que perder, provoca, intentando cambiar lo establecido, pero sin venerar aquello que pretende reformar. Entregándose al juego impío contra las creencias y las imágenes sagradas, reafirma insolente su verdadera idolatría, convirtiéndose él mismo en objeto de adoración. Aquí es donde se hace más palmaria la decadencia de un pueblo, en la deserción previa de la autoridad que crea indefensión en la moralidad y las creencias, los sentimientos y la justicia, los principios y las virtudes, convirtiendo el orden de venerable en farisaico.
Todo lo que la devoción, el amor y el sacrificio de los siglos de la fe han hecho posible es objeto de desdén para la autoridad indolente, dormida sobre su propia ciencia, y para el insensato que exige llenar el vacío de Dios y su silencio con el Hombre y su culto. El progresista radical declara así fraudulentas las raíces judeocristianas de Occidente, y en su falta de nesciencia, o reconocimiento de la propia ignorancia, desprecia el principio humilde de la fidelidad a lo que es, siendo como es más que él.
El nuevo ideólogo se ufana en la mentira y el sacrilegio, en la rebelión y el regocijo ante la desaparición de la tradición y los vínculos, en la exaltación de la idolatría de los últimos tiempos, la de un humanismo sin contenido. Ignora el sentido del Misterio y el silencio de Cristo cuando rehúsa desde responder a la provocación de salvarse a sí mismo, el silencio de Dios ante la apostasía de los tiempos, frente a “quienes no saben lo que hacen”.
Si un europeo del siglo XVI renaciese en el siglo XXI, no creo que tuviese nada que ver con el ideólogo que pretende destruir el conjunto de bienes que el hombre ha creado con su entrega y fervor en el decurso de las generaciones, ni tampoco con la autoridad negligente que rehúsa la verdad. En pocos lugares como en (que también corre el peligro de ser asimilada y desintegrada por un nefasto progresismo), ese europeo podría reconocer su propio mundo, cuanto respetó y amó, el sentido de su vida, una comunidad capaz de crear vínculos y de mantener unido al hombre y orientarlo a su único fin, una morada digna de él, que anuncia lo esencial, la verdad del hombre, el auténtico êthos de la cultura europea.
Roberto Esteban Duque es sacerdote.