El asalto cruel y las emboscadas mortíferas contra los opositores musulmanes en la Mezquita de Omari y sus alrededores en la ciudad sureña de Daraa (Siria), deja al descubierto las zarpas sanguinarias del régimen dictatorial de Bashar al-Assad. Se habla de seis muertos, pero otras fuentes relacionadas con grupos defensores de los derechos humanos hablan de 100 víctimas.
Después del ataque feroz de las fuerzas de seguridad contra ciudadanos indefensos. Antes de la operación militar la ciudad quedó sin electricidad y fueron neutralizadas las comunicaciones. Así se podía dominar mejor a los opositores, avasallar a los manifestantes y domar a los rebeldes. Con las balas, a sangre fría, en nombre del orden político, la seguridad nacional y la tranquilidad social.
Las tácticas y la logística fueron dirigidas por Maher al-Assad, hermano del Presidente. Todo había sido perfectamente planificado y hasta se impidió que las ambulancias transportaran los heridos al hospital. Para Radwan Ziadeh, director del Centro para los Derechos Humanos en Damasco y profesor invitado de la Universidad de Harvard, los trágicos hechos de Daraa son “un crimen contra la humanidad porque las fuerzas de seguridad dispararon contra ciudadanos indefensos sin previa advertencia”.
Uno se pregunta: ¿Estaban a caso incumpliendo la ley, infringiendo las normas y pisoteando la Constitución? ¿Qué ha pasado con el derecho a manifestar pacíficamente, como lo han hecho los ciudadanos sirios en la Mezquita de Omari en Daraa? El Art. 39 de la Constitución de la República Árabe Siria afirma: “Los ciudadanos tienen el derecho de reunirse y manifestar pacíficamente siguiendo los principios de la Constitución”.
Como siempre, son los agentes extranjeros los que se implican en los asuntos internos del País. Así ha advertido el Presidente al-Asad a Estados Unidos y a Israel. Pero ha olvidado un principio fundamental: la matanza de sus propios ciudadanos en la Mezquita de Omari no es un asunto interno, sino un crimen contra la humanidad representada en las víctimas de la violencia policial y la represión brutal. Contra los que no acatan una férrea, humillante y malvada dictadura. Eso sí, placentera, sonriente y vestida de traje y corbata.
El Presidente de Siria ha dicho que con toda probabilidad se va abolir el estado de emergencia que lleva vigente desde 1963. Pocos sirios creen en esa promesa, tantas veces repetida, después de los hechos sangrientos de Daraa. La clase política y el ejército en Siria están dominados por la secta musulmana de los Alauitas. Por eso será difícil que el ejército se divida y apoye a los insurgentes como sucedió en Egipto y Túnez, y en parte está sucediendo en Libia.
Algo parecido se está gestando en Yemen donde el hermanastro del Presidente Saleh, Ali Mohsen Saleh Al-Ahmar, se ha puesto de la parte de los activistas después de la matanza indiscriminada de 52 personas en la capital de Sanaa el pasado lunes 21 de marzo. Hace semanas que el pueblo yemení, sumido en la desesperación, pide a gritos la dimisión de su Presidente. Este se aferra al sillón de mando desde hace 33 años.
Sus argumentos para no dimitir son los mismos de los otros dictadores: saber quién me va a suceder y dejar todo controlado para el clan familiar. El Presidente Saleh ha elaborado ya un plan rescate para que le suceda su hijo Ahmad Saleh. Por si las cosas se ponen feas, debido a las divisiones en el ejército, los tanques rodean ya el palacio presidencial para defender al dictador yemení, si necesario, a sangre y fuego. No se han acabado todavía los días de la ira.