La actualidad de estos días, o lo que de ella nos venden los medios de comunicación, tiene dos polos, y un tema de fondo. El tema, de color negro, la muerte, y los dos polos, Japón y Libia. La muerte nos rodea, y se nos acerca de modo terrible, duro. En un caso los muertes y desaparecidos (con muy pocas posibilidades de encontrarlos vivos) pasan de veinte mil; y las consecuencias económicas de la destrucción, junto al cuidado con el que debemos tratar la energía nuclear nos traen también tintes oscuros. En el otro caso, más cercano, más terrible por depender totalmente de las libertades humanas, los muertos podrían contarse por miles. Y la destrucción posterior a cualquier guerra, destrucción de vidas, de pueblos, de campos, de familias, puede ser mayor.
No sería justo juzgar rápidamente ninguna de estas catástrofes. La energía nuclear tiene sus peligros, aunque también ha mostrado sus altos niveles de seguridad. Un juicio mucho más cuidadoso requiere, por supuesto, la situación de Libia. ¿Se trata de una guerra justa? ¿Las Naciones Unidas, con los intereses contrastados de diversos países pueden legitimar una guerra? ¿Qué decir de los civiles que voluntariamente (dicen, y tal vez sea verdad) defienden el palacio del dictador? ¿Por qué acabar con este dictador, y no hacer nada, o seguir dando amparo, a la treintena larga de dictadores totalitarios y violentos?
Hay muchos interrogantes, pero una realidad común: la muerte nos asusta, nos da miedo, nos atemoriza, y queremos evitarla y alejarla. Es un mal, siempre presente, y del que no logramos evadirnos. ¿Pero éstas son las únicas muertes escandalosas de nuestro “avanzado” siglo XXI? Cada cierto tiempo escuchamos las cifras de la pobreza en países como Haití, Benín, Zambia, Guinea, India... Más de mil millones de personas viven (malviven) con menos de un euro al día. Y en esas condiciones, la mortalidad infantil, que tanto nos impresiona, es muy elevada. Nos circunda la muerte, la pobreza, el hambre, la destrucción, aunque parecen muy lejanos, encerrados en el cristal del televisor.
En nuestro entorno de país desarrollado (a pesar de la crisis que atravesamos estamos a mucha distancia de países como India o Guinea) encontramos, sin embargo, una muerte más terrible, más injusta: la muerte de los inocentes, de los débiles, de los indefensos, que están a punto de ver la luz del sol. En este clima de “progreso”, de “tecnología” genética, nos permitimos jugar a la guerra, elegir si esta persona humana, este embrión, sigue adelante o no. Podemos echar en cara a los gobernantes que organizan la seguridad nacional e internacional, casi como un juego de risk: tácticas económicas, acuerdos militares y lucha de intereses. Pero hay otros gobernantes que con su pequeño tablero de ajedrez, llamado eufemísticamente clínicas IVE (interrupción voluntaria del embarazo), en los que pesa mucho más el puro interés económico que el más básico sentido médico y ético (la constatación es de un médico y trabajador de estos establecimientos).
Celebramos este sábado próximo el Día Internacional de la vida. No es un recriminar a quienes promueven el aborto, y los pasos previos (vanalización del sexo, generalización de la píldora del día después, el preservativo...). No se trata de denunciar a unos criminales y echarles en cara su crimen, aunque el crimen está ahí, y nos debe hacer pensar. Se trata sobre todo de celebrar la grandeza de la vida, ese don que hemos recibido gratis, y que podemos dar gratuitamente. Festejamos el día de amor a la vida.
La vida es un derecho natural, primordial e innegociable para todo ser humano, y como tal merece ser defendido. ¿Por qué, ante un embarazo que puede resultar problemático, nadie lo duda, no buscamos una solución positiva? “Ante la gravedad del aborto, Afirmaba Mons. Rino Fisichella, anterior Presidente de la Pontificia Academia por la Vida, no se puede razonar sólo con emotividad; hay que pensar con lucidez, distinguir el bien del mal. La emotividad ayuda a crear una relación de benevolencia, pero no es suficiente.” No juguemos con los sentimientos de una madre, que si encuentra un mínimo de apoyo y ayuda optará por llevar adelante su embarazo. La elección del aborto, trasladada al problema de Libia, equivaldría a soltar varias bombas atómicas sobre Libia, acabar con todos sus habitantes, inocentes casi en su totalidad, destruir ese espacio geográfico, y pretender cerrar con un carpetazo un problema que hace aguas por todas partes.
“Los Poderes Públicos, cito el Manifiesto de la próxima manifestación en defensa de la vida–, deben ayudar a la mujer embarazada y establecer políticas activas de apoyo al nacimiento de nuevas vidas, que constituirán la mayor riqueza espiritual y material de España en el futuro”.