La Iglesia no tiene ninguna otra riqueza, ni otra palabra, ni fuerza alguna, ni nada más importante que decir y anunciar que Jesucristo. Ofrecerlo a los hombres y dar testimonio de Él ante todos y en cualquier lugar y tiempo, con sumo respeto a otras convicciones, es su razón de ser; no puede callarlo ni ocultarlo; lo contrario sería traicionar a los hombres y negar la Verdad que le sostiene y anima. El respeto que se debe a otras convicciones lo exigimos también para las nuestras.
Allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial se hunde en la sociedad. Con toda razón, hoy en la sociedad se reprueba a quienes escarnecen y denigran las distintas religiones. Esto es un gran avance de humanidad y garantía de un futuro de paz. Es un derecho fundamental, básico y primero, reconocido en las legislaciones normalmente.
A veces, sin embargo, vemos u oímos que este respeto no siempre se le concede a la Iglesia Católica y a lo más sagrado y santo para ella. Porque cuando se trata, en efecto, de lo que es sagrado para los cristianos, parece que la libertad de expresión haya de anteponerse a todo, y convertirse en el bien supremo, pues limitarlo pondría en peligro –se piensa– o incluso destruiría la tolerancia y la libertad que han de reinar. Pero la libertad de opinión y expresión tienen su límite en que no deben destruir, dañar, vituperar o despreciar el honor y la dignidad del otro, y de lo que es más sagrado para el otro; no es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos, incluido sin excepción alguna el derecho a la libertad religiosa, ni denigración de lo que es sagrado en sí y para los otros.
Lamentablemente, esto en España no siempre se respeta así entre nosotros, sobre todo si se refiere a lo que es santo para los cristianos. Además de la vulneración que supone, esto añade o refleja también una especie de auto odio de lo que somos. Hay un auto odio que sólo cabe calificar de patológico, de la sociedad española y occidental, que, sin duda, (y esto es digno de elogio) trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero no se quiere, no se ama, a sí misma; no ve más que lo cruel y destructor de su propia historia, pero no puede percibir ya lo grande y puro que hay en ella.
Para sobrevivir, España necesita una nueva aceptación –sin duda crítica y humilde– de sí misma; de lo que es, la identifica, y es su historia: lo cristiano. A veces el multiculturalismo que, con tanta pasión se promueve, es ante todo renuncia a lo propio. Pero el multiculturalismo no puede existir sin constantes comunes, sin directrices propias. Sin duda, no podrá existir sin respeto a lo sagrado. Eso supone salir con respeto al encuentro de lo que es sagrado para el otro; pero es algo que sólo podremos hacerlo si lo que es sagrado para nosotros –Dios, Jesucristo, lo cristiano, nuestras raíces cristianas más propias– no nos es ajeno para nosotros mismos.
La vituperación y escarnio de lo cristiano, su violación, es pues, un asunto grave. Por eso reclamamos y exigimos el respeto a lo cristiano, a ese derecho fundamental de la libertad religiosa que está en la base del respeto a la persona, a lo más sagrado de la persona, sin el que no puede haber una sociedad con verdadera y real convivencia.
Algunos han hecho una relectura de la historia a través del prisma de ideologías reductoras, olvidando lo que ha aportado el cristianismo a la cultura, a las instituciones de occidente, a todo el mundo: la dignidad de la persona humana, la libertad, el sentido de lo universal, la escuela y la universidad, las obras de solidaridad... Y es un deber de justicia recordar que, hasta hace poco tiempo, los cristianos, al promover la libertad y los derechos del hombre, han contribuido a la transformación pacífica de regímenes autoritarios, así como a la restauración de la democracia en Europa central y oriental. En las relaciones con los poderes públicos, la Iglesia no pide volver a formas de Estado confesional, cierto. Pero, al mismo tiempo, deplora todo tipo de laicismo ideológico o separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas.
Es cierto que los textos legislativos fundamentales garantizan las libertades de conciencia y de religión y su práctica; los Estados se declaran neutrales, pero después no saben muy bien qué hacer con esas libertades de conciencia y religiosa. No está bien definido, en general, el lugar que reservan a las religiones o a la Iglesia. Es necesario que se defina mejor este lugar. En efecto, estamos ante el afianzamiento de aquella tendencia que quisiera «privatizar» cada vez más las religiones y la Iglesia y transformar la libertad de religión en una especie de tolerancia aséptica. Se argumenta que cada uno es libre de hacer y pensar lo que quiera y, por consiguiente, puede adherirse a una fe, profesar determinadas confesiones religiosas, pero lo importante es que esto no tenga repercusión en la vida pública, ni se vea públicamente. El equívoco de fondo, que no puede ser aceptado ni por los creyentes ni por los no creyentes, es reducir la libertad religiosa al ámbito exclusivo de la conciencia individual –privada, por lo cual, ordinariamente, se habla de religión como de un «asunto privado»– y considerar a la Iglesia del mismo modo que a cualquier organización no gubernamental. Se trata de muchísimo más y básico.