Está siendo bastante habitual encontrarse con noticias nada favorables a la Iglesia, a sus asuntos, a sus hombres, por ejemplo, a sus sacerdotes; e incluso no es raro encontrarse con informaciones en las que aparece persecución de cristianos y de lo cristiano, y de lo más santo. Por eso, con afán sólo de mostrar la verdad de la Iglesia, en este miércoles, próximo ya a la fiesta de san José, en la que se celebra también el día del seminario donde se forman los sacerdotes, dedico esta página a hablar de los sacerdotes, no en abstracto, sino refiriéndome a tres casos concretos; pudieran citarse tantos.
Comienzo por el Sr. Obispo emérito de Guadix, que murió en Toledo el sábado pasado, D. Juan García Santacruz. Nos ordenamos obispos casi al mismo tiempo. Lo conocí muy bien. En D. Juan, Dios nos dio un pastor bueno conforme a su corazón, lleno de bondad, destilaba bondad por todos los lados de su vida, y así ha dejado un reguero de bondad a su paso: un sacerdote de una pieza, de cuerpo entero. Fue un hombre de fe, sencillo y bondadoso; siempre con la alegría en su mirada limpia, noble, y en su transparente faz, que no podía ser otra que la alegría y el gozo de los hombres y «amigos fuertes» de Dios, que se sienten amados por Él, que confían enteramente en Él, y que no pueden ni saben ocultarlo. Nunca buscó honores ni puestos, ni hacer carrera: sirvió sencillamente y quiso a su gente, su grey, sus sacerdotes: ¡cómo quería a los sacerdotes!, los comprendía y defendía, los apoyaba. Por todos los lugares en que desempeñó su ministerio apostólico nos dejó un testimonio de amor y de servir a todos: las parroquias de S. José Obrero y la de Santiago -de Toledo- lo recuerdan todavía con gratísimo cariño, y ¡no digamos nada, su amada diócesis de Guadix!. «Amó a la Iglesia y se entregó por ella»; fue un hombre de Iglesia y para la Iglesia. Hombre honesto a carta cabal. Pasó como de puntillas por el mundo, sin hacer ruido, casi desapercibido, calladamente, como el Siervo. Fue un hombre dotado de la pobreza evangélica, que se identificó con su diócesis pobre de la que decía con fino sentido del humor que era «muy rica en casi todas las pobrezas». Esto es lo que cuenta y lo que muestra la talla y grandeza de las personas, y más aún de los sacerdotes y de los obispos. Seguro que, aunque no lo conozcamos ni lleguemos a saberlo en esta vida, su labor como pastor bueno habrá sido muy fecunda: Dios habrá bendecido su obra. Fue un testigo de Jesucristo, la razón de ser de su vida; Jesucristo sabe que D. Juan le amaba, como Pedro, y los demás también veíamos, en todas sus cosas y comportamientos, que amaba de todo corazón a Jesucristo y así lo trasparentaba. Fue un gran amigo, con las características de amigo y amistad que elogia la Palabra de Dios en la Escritura, un amigo de verdad que jamás falla: nunca le agradeceré suficientemente la amistad con la que me honró siempre. Por eso, en estos momentos experimento una gran paz, un profundo consuelo. Sin duda alguna, D. Juan fue para todos una bendición de Dios.
Otro testimonio sacerdotal es el de un joven sacerdote, de 34 años, también toledano, Jaime, que trabaja en una zona de Perú, de grande pobreza. Hace un mes escribía esta carta, de la que transcribo un párrafo: «El campamento de jóvenes ha sido una auténtica gozada. Después de tres años, algunos ya están muy formaditos y dan muchas alegrías. El otro día encontraron a Líster, nuestro borrachito inválido en el suelo, con hormigas en las heridas y más cosas que no os quiero contar para no estropearos el estómago. Las buenas mujeres que me lo visitan me dicen que su hermano se ha cansado de lavarlo y que, de nuevo, está en condiciones infrahumanas. Reuní a seis o siete de mis muchachos varones y les recordé el paso que, hacía tiempo, habían dado en la fe: de lo que creían que era pan normal han pasado a adorar al mismo Dios hecho hombre por nosotros. Ha llegado la hora, les dije, de que déis otro paso en la fe. Vais a ver a un hombre repugnante, que parece un animalito, pero es Cristo; y si lo laváis y curáis, estaréis lavando y cuidando las heridas de Cristo. Les dije que no los obligaba, que a lo mejor no estaban maduros para eso; pero que rezasen por si el Señor les pedía ayudarme a tenerlo limpio todos los días. Todos me dijeron que querían ir. El más mayor, tras varios días de faena, vino con lágrimas en los ojos a darme las gracias por haberle dado la oportunidad de hacer algo tan bonito». Sin comentarios; ahí queda eso.
El tercer testimonio es el del sacerdote madrileño Pablo Domínguez, que por estas fechas murió en accidente de montaña, en el Moncayo, hace dos años. De él sólo diré que es el sacerdote que presenta el film-documental «La última cima», que tan gran impacto está teniendo por todas las partes del mundo, tanto bien está haciendo, y cuyo éxito es «la colección de heridas curadas entre los espectadores que la han visto, aunque entraron en la sala llenos de prejuicios, creyéndose sanos», por el testimonio de este sacerdote, de Pablo.
Tres testimonios de sacerdotes: ¡Hay tantos! Tres vidas hermosas que nos muestran el auténtico rostro de la Iglesia, del sacerdocio de Cristo, que no es otro que el rostro mismo de Jesús, buena noticia, futuro y esperanza para todos, porque es el rostro de Dios mismo que ama a los hombres, da la vida por ellos y les da la vida eterna. Ésta es la verdad de los sacerdotes sin los que el mundo no podrá tener futuro. (Hay que ayudar a los seminarios, llenarlos de nuevo; lo necesitamos todos).